jueves, 29 de enero de 2009

4 ÚLTIMAS CANCIONES DE RICHARD STRAUSS: EL OCASO DE UN MUNDO

La flor de la música alemana,
que había florecido durante doscientos años,
se ha secado, su espíritu atrapado en la maquinaria,
y la gloria de su corona …arrancada de cuajo para siempre.
Richard Strauss

Se puede decir que el medio en que Richard Strauss nació (Munich, 1864), era el idóneo para desarrollar las inquietudes estilísticas y las formas musicales que caracterizarían toda su vida de compositor. Desde pequeño su padre sólo le autoriza el estudio de los clásicos vieneses; no escuchará la música de Richard Wagner - de quien recibe una profunda influencia - hasta los veinte años. En esta época producirá sus primeras obras: Aus Italien, Don Juan y Muerte y Transfiguración. Después de los treinta escribirá una nueva serie de trabajos sinfónicos: Till Eulenspiegel, Así Habló Zarathustra y la Sinfonía Doméstica. La entrada al siglo XX lo sitúa en la vanguardia musical de su época con dos óperas que resaltan por su violento erotismo, brutalidad y marcado carácter moderno: Salomé y Electra.
Sin embargo, a poco andar su estilo se torna de un color un tanto conservador, como lo demuestra su ópera El Caballero de la Rosa. Por otro lado, da la espalda a toda idea de progreso musical: el opus 6 de Alban Berg, el opus 16 de Arnold Shöenberg, el opus 10 de Anton Webern y La Consagración de la Primavera de Igor Strawinsky; obras que anunciaban, de cierta manera, el derrumbamiento del mundo musical que tanto abrazaría.
“El único heredero de Liszt y Wagner, el paladín de la música del porvenir, decide ignorar el conflicto mundial y sus consecuencias”. (Elías: 2000). Strauss mira hacia atrás, al romanticismo, en pleno siglo XX. Conservador en cuanto a sus referencias y moderno con relación a sus temáticas: Ariadna en Naxos, La Mujer sin Sombra, Capriccio. Luego vendrán las designaciones (acepta ser el músico oficial del régimen nazi), los servicios (dirige el Himno Olímpico en 1936), la inconsecuencia (dirige en Bayreuth en el momento en que el santuario era prohibido para los judíos).
Cuando Richard Strauss compuso Las Cuatro Últimas Canciones tenía 84 años. En un comienzo no fueron escritas como un ciclo, sino que fue el editor de Strauss, Ernst Roth, quien las arregló en una secuencia que parece asimilarse con el transcurrir de una vida. De tal manera que el orden quedó conformado por: Frühling (“Primavera”), September (“Septiembre”), Beim Schlafengehn (“A dormir”) e Im Abendrot (“Al atardecer”). Las tres primeras canciones están basadas en poemas del novelista y poeta alemán Hermann Hesse (1877-1962) y la última, en el poema del alemán Joseph Eichendorff (1788-1857).
El primer poema trabajado por Strauss fue Im Abendrot, la cual fue completada en 1948. A continuación lo hizo con los escritos de Hesse. En planes se encontraba la obra Nacht (“Noche”), que no llegó a ser terminada.
Cuando se hacen referencias a esta obra, en libros especializados de música o de historia del arte, se habla, generalmente, de las implicancias autobiográficas de su estructura sonora y narrativa. En efecto, Strauss comenzó a trabajar el texto de Eichendorff por encontrar sentimientos particularmente afines con la vida que él llevaba en ese momento: un matrimonio mayor, cerca del final de una vida que se ha compartido juntos, contempla una puesta de sol y se pregunta por la posibilidad de la muerte. La implicancia autobiográfica sonora (cosa bastante recurrente en el estilo de composición del músico), en esta composición, corresponde a la intercalación de un pasaje de una obra anterior: Tod und Verklärung ("Muerte y Trasfiguración") de 1889. Strauss no parece quejarse por la proximidad de la muerte, sino que, por el contrario, parece aceptar tranquilamente su inexorabilidad.
Por otro lado, se ha dicho que éstas obras representan la despedida personal que uno de los últimos exponentes del “viejo lenguaje”, el lenguaje tonal, estaba haciendo a toda una época. Ya lo decíamos: a la era romántica. Strauss, a la manera de un canto de cisne moribundo, estaba dejando en claro que toda aquella forma de concebir el hecho artístico se encontraba en franca extinción. Dos guerras mundiales han precedido a estas obras, catástrofes que para el conjunto de culturas occidentales significaron una especie de “pérdida de la inocencia” de la humanidad. Todo proyecto, toda filosofía que reconciliara al hombre con la naturaleza parecía ceder ante acontecimientos tan horrorosos y desastrosos para la conciencia. En este sentido, toda forma de representar lo bello, lo verdadero y lo bueno del hombre parecía quedar en jaque, pues nunca se vivió de manera tan cruda y salvaje el impulso autodestructivo de la humanidad.
Richard Strauss hablaba desde un medio en el que la intensidad del ideal romántico se había convertido en una especie de neurosis, una obsesión y finalmente una locura que desembocaría en una verdadera carnicería humana. Lo que había comenzado como una idealización del individuo alcanzó una reductio ad absurdum en las políticas y las prácticas culturales de potencias como lo era la Alemania de la primera mitad del siglo XX.
Strauss ya había utilizado anteriormente el texto de uno de los filósofos más importantes del siglo XIX: Friedrich Nietzsche (1844-1900). Inspirado en uno de sus libros, el compositor creó en 1896 el poema sinfónico Así Hablaba Zarathustra, Opus 30. En esta obra recogería textos del libro homónimo (ocho de los ochenta encabezamientos de los capítulos del filósofo), intentando “transmitir en música una idea de la evolución de la raza humana desde sus orígenes, a través de las diversas fases del desarrollo, religioso tanto como científico, hasta llegar a la idea de Nietzsche del Superhombre”. (Kramer: 1993). Con esto queda claro que el compositor no dejó de abrazar las ideas emancipadoras decimonónicas de progreso y desarrollo: existe una evolución, por tanto, un sentido trascendental de la raza humana en su conjunto. Un origen y una finalidad, estadios más o menos claros que la llevarán a una suerte de “iluminación” o “culminación”.
Desde otra perspectiva, no podemos dejar de mencionar un elemento fundamental en el contexto sociocultural en el que se desarrollará la obra de Strauss: el trabajo de Sigmund Freud (1856-1938). En la Viena de fines del siglo XIX este neurólogo y escritor hace saltar al establishment científico de su época con una serie de teorías, extraordinarias, acerca del funcionamiento y desarrollo de la psiquis humana. Freud postulaba la presencia permanente de la sexualidad y del deseo de muerte. Va mucho más lejos cuando afirma, en una de sus obras, que esta relación tanathica y erótica resulta ser el pilar fundamental bajo el cual descansa toda la civilización humana. El impulso erótico conviviría con el impulso destructivo hacia la muerte, la civilización nacería cuando los impulsos destructivos comienzan a ser inhibidos o “reprimidos” por medio de la imposición de tabúes y prohibiciones que se establecerán en la forma de códigos y leyes.
Es, hasta cierto punto, evidente que Strauss estaba al tanto o, por lo menos, sumergido en esta cargada atmósfera emocional finisecular de la Alemania y Austria de aquellos años. Si revisamos la producción sinfónica y operática del compositor podríamos, fácilmente, corroborar la atracción que parecía ejercer sobre éste el conflicto entre eros y tanathos: el poema sinfónico Don Juan (1889) está basado en un personaje dedicado a sus pasiones, pero que, finalmente, sucumbe a su deseo interno de destrucción; en Muerte y Transfiguración (1890) el tema central se desarrolla en torno a un moribundo que recuerda sus amores pasados.
“Decadencia”, ocaso, culminación, trasfiguración, “mundo”, eros y tanathos, son los elementos que componen la delineada trama de un contexto sumergido en las umbrías aguas de un sentido escatológico de pérdida irreversible. Las Cuatro Últimas Canciones se circunscriben en este esquema interpretativo a la vez que congracia a un Strauss moribundo con uno de sus grandes amores: el romanticismo.

He aquí una versión de Im Abendrot, en la voz de Renee Fleming, junto a la Lucern Symphonic Orchestra, dirigida por el "maestro" Claudio Abbado, en el 2004.








sábado, 24 de enero de 2009

THEODOR EDUCA


Cualquier debate sobre ideales de educación es vano e indiferente en comparación con éste: que Auschwitz no se repita.
Fue la barbarie, contra lo que se dirige toda educación. Se habla de inminente recaída en la barbarie, pero ella no amenaza meramente: Auschwitz lo fue; la barbarie persiste mientras perduren en lo esencial las condiciones que hicieron madurar esa recaída. Precisamente ahí está lo horrible. Por más oculta que esté hoy la necesidad, la presión social sigue gravitando. Arrastra a los hombres a lo inenarrable, que en escala histórico-universal culminó con Auschwitz. Entre las intuiciones de Freud que con verdad alcanzan también a la cultura y la sociología, una de las más profundas, a mi juicio, es que la civilización engendra por sí misma la anticivilización y, además, la refuerza de modo creciente (...)
Si en el principio mismo de la civilización está instalada la barbarie, entonces la lucha contra ésta tiene algo de desesperado.

T h e o d o r A d o r n o

jueves, 22 de enero de 2009

CLAUDE DEBUSSY: EL PRELUDIO DE UNA REVOLUCIÓN

…tengo un interminable acopio de recuerdos
y para mi mente eso vale más que la realidad,
cuya belleza a menudo mata el pensamiento.

Claude Debussy

Con once años, Claude Debussy entró al Conservatorio de París. A los doce interpreta el Concierto en Fa menor de Chopin. Después de 1879 comenzó a estudiar composición hasta que en 1884 obtuvo el Gran Premio de Roma con una cantata: L’enfant prodigue. No alcanza los tres años que se le exigían de permanencia cuando se retira del lugar para volver a París. Viaja a Bayreuth, influenciado por la música de Wagner, hasta que en 1889 ocurrirá un evento que dejará una profunda huella en el posterior desarrollo de su vida creativa: oye la música de las orquestas gamelán[1] de Java en la Exposición Mundial de París.

El compositor junto a Igor Stravinsky.

En 1890 completa Fiestas Galantes (Fêtes galantes), obra basada en poemas de Paul Verlaine (1844-1896) y comienza a trabajar en una de las obras consideradas como una de las más influyentes de la historia de la música: el Preludio a la Siesta de un Fauno (Prélude à l’après-midi d’un faune). En 1894 iniciará los primeros estudios que se convertirán en su ópera Pelléas et Mélisande, la cual no verá su estreno hasta 1902. Entrado el siglo XX realizará su trabajo más fecundo al componer la mayor parte de su música para piano solo, entre ellos. Imágenes (Images), L’isle joyeuse y un trabajo sinfónico que logrará impactar por la fuerza y su tratamiento orquestal: La Mar (La Mer) de 1905. En 1909 se entera de que es víctima de un cáncer. En todo este periodo (hasta 1917, fecha de su muerte) compondrá una serie de obras de un carácter en extremo personal: Iberia, El Martirio de San Sebastián, Khamma, Juegos (Jeux), la Sonata de Violín y los doce Etudes.
Que a Claude Debussy, (1862-1918), lo llamaran músico "impresionista" era algo que él lamentaba mucho. (Retrato de Mallarmé pintado por Manet)

Sin embargo, el término ha sido tan utilizado por críticos y especialistas en música que por costumbre, o simple comodidad, continúa siendo operativo hasta nuestros días. Para el músico su trabajo consistía, más que nada, en producir un efecto de realidad y no, meramente, su reproducción. No hay una intención de hacer equivalencias musicales con escenas o relatos, como ocurría con la música programática del siglo XIX, sino más bien, un anhelo de crear una obra musical concebida como ilustración poética de un determinado estado de ánimo o el de una imagen idealizada.
A Debussy se le considera como el primer compositor que crea música de sonoridad pura. Es decir, siempre existió en otros compositores texturas orquestales fascinantes, pero éstas estuvieron siempre al servicio de estructuras melódicas o articulando un material armónico y rítmico. Debussy crea sonoridades a las que simplemente les permite existir, es decir, sin que ellas hayan sido puestas en la partitura para obtener un fin específico. Por otro lado, a la aparición de Debussy en el mundo musical de tradición escrita, se le ha considerado como la llegada de la música moderna. Con Debussy asistimos a la aceptación y, principalmente, a la apertura de otras formas de concebir el hecho musical. Fue, abiertamente, un opositor a los moldes y modelos del academicismo y el conservadurismo clásico, primero en Francia y luego en el resto de Europa. Su música acepta y asume la disonancia como parte del fenómeno musical; esto traerá consecuencias para las formas de percibir la música por parte de los intérpretes y los oyentes, ya que se “amplía” el sentido tonal de éstos.
De todas las influencias y fundamentos que hayan podido dar pie a este compositor francés para llegar a concebir una obra de tales características, es posible reconocer, a grosso modo, cuatro de suma importancia: la música rusa, la imaginería de la dimensión poética, la pintura impresionista y la música oriental.
En 1880 la música rusa más conocida en París era la de Tchaikovsky (1840-1893), especialmente lo era su Cuarta Sinfonía, Opus 36. Debussy logra trabajar para Nadezdha von Meck, quién era patrocinadora del músico ruso. Otro hecho importante fue la visita del zar Nicolás II y de la zarina Alexandra Feodorova; el compositor habría asistido a muchas de las celebraciones donde se interpretaba música rusa, especialmente, fanfarrias y otras músicas festivas.
Debussy hizo gran amistad con poetas franceses de su época y se movió, durante toda su vida, en círculos y relaciones que tenían como hilo conductor las conversaciones en torno a la estética literaria y musical. Henri de Régnier, Stéphane Mallarmé (1842-1898), Paul Valéry (1871-1945), Pierre Louÿs (1870-1925) y el ya citado Paul Verlaine, todos ellos bajo la sombra de uno de los más reconocidos escritores del siglo XIX: Charles Baudelaire (1821-1867). Son algunos de esos poetas de los cuales recibiría una fuerte carga, no tan sólo de influencia, sino de material para crear algunas de sus obras más importantes.

Fotografía de Charles Baudelaire.

De la influencia de los pintores impresionista se puede llegar a decir que es uno de los referentes menos intensos, sin embargo, es sabida la predilección que el compositor tenía por las obras del pintor James Whistler (1834-1903), quien en 1870 pintaría una serie de cuadros llamada Nocturnos. En éstos el pintor intentaría reproducir un ambiente poético y la analogía de la imagen y la música. Tanto en la obra del pintor como en la del músico, las líneas y motivos parecen transformarse en atmósfera – este efecto ha sido denominado por algunos musicólogos como espacialidad o sensación espacial – en un conjunto armónico que incluye luminosidad, coloratura y una sonoridad que son capaces de producir la “impresión” de un determinado paisaje, más no a la manera programática, como ya habíamos dicho, sino como a la de determinados estados psicológicos.

De la serie Nocturnos, del pintor James Whistler.

Para el caso de la influencia oriental, se ha hecho evidente el impacto que produjo su encuentro con el conjunto gamelán de Java. La sonoridad exquisita de los timbres de algunos de los instrumentos asiáticos tuvo un potente efecto sobre los bajos profundos y los agudos cristalinos de la producción de Debussy. Por otro lado, se encuentra la fuerte tendencia en la Francia de aquella época, de adquirir y admirar obras traídas desde oriente: artefactos, indumentaria, estampas, etc.; lo cual no demuestra otra cosa más que aquella disposición de apertura hacia lo exótico y, particularmente, hacia un oriente que comenzaba a corroer la mentalidad de una época y de una conciencia cultural.
Para el caso de la producción pianística de Debussy, esta puede ser considerada como una verdadera culminación de la escritura decimonónica para el teclado, la cual habría sido ya iniciada en el periodo clásico. Son indiscutibles las referencias que Debussy tiene en este campo: Chopin, Moussorgsky, Wagner. Compositores que, a su manera, habían comenzado una revolución, cada uno en diferentes aspectos, que parecerían confluir en la obra del compositor francés. Libertad formal, sugerido por un tema incidental, donde se busca, más que nada, concebir una ilustración poética de un estado de ánimo o imagen idealizada; la discontinuidad, la ruptura, llevada a la partitura bajo formas nunca antes exploradas; el reconocimiento de que los centros de unidad y cohesión no se encuentran solamente en el fenómeno tonal armónico, sino que, como lo demuestra la música musulmana y asiática, en otros aspectos como la polifonía y la polirritmia.
El efecto que la música de Debussy produce en el oyente tiene que ver con esta discontinuidad en el proceso de oír. Al no encontrar ninguna melodía que perdure o alguna sección de la partitura que vuelva (rondó, ritornello) como en la forma clásica, la música ha de manifestarse como en una suerte de mosaico, más parecido al efecto de una asociación libre que la de un desarrollo lineal. No hay causalidad, resolución en el sentido occidental, sino que todo sugiere, a la manera de una atmósfera, de un hálito, de un “cierto parecido a…” El mundo temporal de las obras de Debussy trata de irracionalizar, por un momento, lo que tan bien creíamos comprender. Los acontecimientos interrumpen a otros acontecimientos y tratan de encontrar un hilo conductor lineal que nos conduzca a algo. Sin duda que esto exige una ardua tarea. Parece mejor dejarse llevar o “flotar” por este influjo, que tratar de lidiar con él a costa de perder, por que no, un poco de sensibilidad.

Debussy parece anticipar, con esto, las tendencias del arte que verá nacer el siglo XX, en el seno de las vanguardias. La propia cultura contemporánea estará caracterizada por esta fragmentación, por esta aparente falta de “lógica”, que determinados filósofos existencialistas han reducido en el concepto “absurdo”. Nuestra vida cotidiana, en tanto que habitantes de un continuo que llamamos contemporaneidad, se desarrolla y altera, a veces absurdamente, bajo este fondo desde el cual interpretamos nuestros propios hechos. La interrupción constante es vivida y experimentada agudamente por la irracionalidad de ciertos hechos.
El Preludio a la Siesta de un Fauno (Prélude à l’après-midi d’un faune) de 1894, parece condensar y ser ejemplificador en lo que hemos afirmado hasta aquí. De hecho, es considerada como la primera obra de carácter moderno de la historia de la música occidental. La Siesta de un Fauno es un poema escrito por Stéphan Mallarmé en 1865. El poema, examinado a fondo, pretende decir mucho más de lo que aparentemente esta enunciando. En él se puede encontrar una reflexión en torno a la vida de los sentidos y la psicología de la sublimación. Bajo otra óptica es una exploración a los límites de la conciencia y la semiconciencia; el autor rastrea la forma en que los sueños y ensueños se van transformando en poesía y música. Un poema acerca de cómo se hace un poema. En el caso de Debussy, la música.
El mundo feérico y misterioso que el compositor imprimía en sus composiciones, se mezcla en esta obra con su intención de evocar significados humanos profundos, a la vez que nos invita y sugiere explorar la dimensión poética, de la gestación poética, sin llegar al lirismo que acostumbraban sus predecesores. No es el mundo encantado romántico, ni la historia bucólica de un mundo perdido. Lo que la flauta del comienzo del tema dice no puede ser confundido con una cita exacta o extracto literario como, por ejemplo, la siringa griega de un sátiro en las praderas. Tampoco desea despertar la sensualidad sugerida por el cromatismo y el desliz de las escalas; más bien, encontramos que el músico parece intuir, a través de un gesto musical, algo que no desea traducirse, algo que se mantiene flotando en una permanente idefinición.
La densidad del sistema tonal y armónico de la tradición occidental queda reemplazada, desplazada, por sus mismos principios estructurales, solo que esta vez es la fugacidad y no la densidad la que está llamada a ser. La destrucción, en vez de la arquitectura bien armada; la descomposición, antes que una forma establecida y que ya comenzaba a caducar.
Debussy preludia el desmoronamiento de toda una forma de concebir el hecho musical y, por tanto, cambiará para siempre, la manera en que nos iremos a enfrentar en el futuro a una armonía, un ritmo, un tono.

[1] El gamelán o gamelang es un tipo de orquesta común en las tierras asiáticas, especialmente en Java y Bali. Generalmente se componen de varios instrumentos como: gongs, xilófonos, metalófonos, tamboriles, cuerdas pulsadas y tocadas, una flauta o un oboe, pequeños címbalos y cantantes. La producción musical se realiza a base de cinco o siete tonos.

El extracto de aquí corresponde al Tercer movimiento de la suite sinfónica La Mar, en la interpretación de Lucerne Festival Orchestra, dirigida por la maestra batuta del imprescindible Claudio Abbado.





miércoles, 14 de enero de 2009

EL PASADO DE HANNAH


Ya no podemos permitirnos recoger del pasado lo que era bueno y denominarlo sencillamente nuestra herencia, despreciar lo malo y considerarlo simplemente como un peso muerto que el tiempo por sí mismo enterrará en el olvido. La corriente subterránea de la Historia occidental ha llegado finalmente a la superficie y ha usurpado la dignidad de nuestra tradición. Esta es la realidad en la que vivimos. Y por ello son vanos todos los esfuerzos por escapar al horror del presente penetrando en la nostalgia de un pasado todavía intacto o en el olvido de un futuro mejor.
Hannah Arendt en Los Orígenes del Totalitarismo, (1950).

Masa desplazada/reemplazada. Michael Heizer, 1969. Silver Spring, n.y.

miércoles, 7 de enero de 2009

DESTRUCCIÓN Y ARTIFICIO EN "LA VALSE" DE MAURICE RAVEL

En el arte la sinceridad es odiosa.

Maurice Ravel

Maurice Ravel nace en el sur de Francia, cerca de la frontera con España, en 1875. Comienza a tocar piano a los seis años. Ingresa al Conservatorio de París a los catorce, donde estudiará dieciséis años. En este periodo concebirá sus primeras obras: Shéhérazade, para voz femenina y orquesta, mucha música para piano, dentro de las cuales se pueden nombrar la Pavana para una Infante Difunta (1899 para piano, orquestada en 1910), Juegos de Agua, Espejos (cinco piezas para piano), una Sonatina y su único cuarteto de cuerdas. Luego de su retiro del conservatorio vendrá su etapa más fecunda: Trío para piano, Rapsodia Española (el tercer movimiento fue creado en 1895, los otros tres en 1907), Alborada del Gracioso (1905 para piano, 1918 para orquesta), Gaspard de la Nuit, la Suite de Mi Madre la Oca (1910), una ópera, La Hora Española, Los Valses Nobles y Sentimentales (1911, originalmente para piano, orquestada en 1912) y Daphnis y Chloe (1912), compuesto para el ballet ruso de Diaghilev.
Una vez comenzada la guerra, Ravel se alista en el ejército hasta que es retirado por problemas de salud física y mental. Comienza así un tercer periodo de composición en el que destaca Le tombeau de Couperin (1917), obras para piano que homenajean el pasado de la música francesa. A la muerte de Debussy (1917) el compositor realizará un tributo: Le Tombeau de Claude Debussy para violín y cello. Luego vendría La Valse (1920 originalmente para dos pianos) para ser representada en ballet, pero que más tarde se interpretaría como una obra sinfónica; posteriormente, L’Enfant et les Sortiléges, una fantasía lírica, Menuet antique, Tzigane (1924), para violín y orquesta, música de cámara, canciones y el popular Bolero (1928). En 1931 compondrá sus dos conciertos para piano: el Concierto en Re mayor, Para la Mano Izquierda y el Concierto en Sol mayor.

Maurice Ravel muere en París el 28 de diciembre de 1937, producto de una enfermedad al sistema nervioso.
Hablar de Maurice Ravel como compositor es hacerlo en torno a su fuerte carácter “artificioso”, a su brillantez como orquestador y a su gran actividad creativa en el ámbito de la revolución musical que se planteaba a fines del siglo XIX y comienzos del XX.
Ravel abrazaría la artificialidad como principio estético. De hecho era un ferviente creyente del control, lo cual involucraba una negación de los sentimientos personales. Un amigo del compositor decía de éste: “…todo en él demuestra su deseo de borrarse y de no confiar nada. Prefería ser tomado por insensible antes que revelar sus sentimientos.” (Kramer: 1993). Ravel era profundamente consciente de la artificialidad de la creación musical y era un convencido de aquella moral estética que separa el arte de la vida. Para él la composición era un proceso desconectado y aislado. Su énfasis apuntaba siempre al perfeccionamiento de la técnica en lugar de los contenidos implícitos de la obra. Sin duda que la precisión era el rasgo más evidente que podía resaltar en su personalidad compositiva. Igor Strawinsky lo llamaría el “relojero suizo”, mientras que a él mismo le placía la comparación que normalmente le hacían con la figura del artesano. No era capaz de presentar una obra sin antes dejarla completamente “pulida”, es decir, aplicando el máximo de cuidado en las “terminaciones”, hablando en el lenguaje de quien ejerce un oficio artesanal.

Sin embargo, para Ravel el sentimiento y la artificialidad eran compatibles. De hecho se puede decir que su artificialidad era un hecho natural. Lo que le atraía era la técnica de composición en sí misma, es decir, por la capacidad que tienen éstas de poder inventar y no de expresar algo. Sin duda que los rasgos más claros de su trabajo son su marcado efecto melódico y armónico; éstos se ensamblan a su firmeza formal y a su estilo, los cuales, en definitiva se alejarán de las formas características del mayor exponente impresionista: Claude Debussy. Es normal encontrar referencias que lo comparen con este último, sin embargo, las diferencias llegan a ser más consistentes que sus similitudes. Mientras que Debussy encuentra gran parte de su inspiración en la naturaleza, Ravel lo hace en las danzas del pasado y del presente, tanto las españolas como las del resto de Europa y de países más lejanos. Mientras que en Debussy es clara una intención por las indefinición y la apertura hacia nuevas formas de concepción musical, en Ravel resalta su apego al mundo clásico y, hasta cierto punto, una valoración de lo antiguo que bordea el conservadurismo.


No parece caber duda que su gran trabajo como orquestador fue uno de sus más grandes atributos. La famosa orquestación de los Cuadros de una Exposición de Modesto Mussorgsky, originalmente escrita para piano, le ha valido el reconocimiento de generaciones de músicos. Por un lado, Ravel opera como un pintor al pastel o “a la aguada”, por su manera de diluir grandes masas orquestales; por otro, como un puntillista meticuloso, casi “científico”, por la definición de sus trazos y su colorido. Tanto para ser denso, en el sentido de volumen y tonalidad, puede llegar ha ser extremadamente sutil y frágil. Su virtuosidad para orquestar y arreglar obras, originalmente concebida para otros instrumentos, ha significado su entrada en el canon de la música occidental de tradición escrita, al punto que es frecuente citarlo como un excelente ejemplo de “adecuación de los medios formales a las intenciones puramente musicales”. El caso del Bolero es tomado frecuentemente como ejemplo pedagógico de orquestación y progresión melódica y armónica.
Para referirnos a su posición en el ámbito de los revolucionarios de la música finisecular del XIX y los comienzos del XX, es paradigmática su obra La Valse. Originalmente compuesta para dos pianos y para ser bailada por la compañía de Serguei Diaghilev
[1] - para quién ya había trabajado en diferentes obras - La Valse es arreglada para orquesta y estrenada el 12 de diciembre de 1920 en París, sin los bailarines, pues nunca llegaron a un acuerdo de estrenar la obra.
La música no responde a un programa, sin embargo en el encabezamiento de la partitura esta escrita la siguiente descripción: “Fulgores de relámpago entre nubes turbulentas muestran una pareja bailando. Una por una las nubes se desvanecen; queda a la vista un enorme salón de baile lleno de una masa que gira en derredor. La escena se ilumina gradualmente. Irrumpe la luz de los candelabros. Una corte imperial alrededor de 1885.” Sin duda que la obra hace una referencia explícita al vals vienés, pero lo que llegamos a oír logra ir más allá de eso. Es más bien un vals sobre el valsear, “un vals que valsea alrededor de sí mismo” (Kramer: ibid.).
La Danza, de Matisse, hacia 1909-1910.

Se ha dicho, y es muy reconocible en esta obra, que la intensión apunta en dirección a la destrucción, a la de-construcción de un ritmo a la vez que a la de toda una época. El recuerdo de un mundo que ha sido destruido por la guerra. Quién quiera reconocer en ella los estallidos y el estruendo de los cañones podrá fácilmente hacerlo, sin embargo la obra, analizada más a fondo, no mira tanto a ese pasado (1885), sino que asiste, inquietantemente, a una era cercana, realmente, futura. No era solamente el resultado de una afección personal - el compositor llegó a morir por una secuela de guerra – logrando con esto romper el propio ethos artístico que tan férreamente había representado durante todo ese tiempo, sino que era una declaración, una elegía siniestra de cómo la opulencia de un modo de vida llegaba a fondo.
El humor satírico y neurasténico que envuelve a La Valse, así como su aire desenvuelto y aparentemente fácil y desinteresado, que ocultaba una complejísima instrumentación - el trabajo sistemático ha sido llevado hasta el punto de quiebre pues la obra va del ritmo 3/4 hasta el 4/4–, nos sitúa en la idea de un hombre, de una visión de hombre que ha sido destruida, una vez más, bajo los principios que la han forjado; a la vez que pone en evidencia esta nueva condición artificial de su carácter y composición.
Ravel, el más clásico de los revolucionarios, el más conservador y perfeccionista, logra con esta obra acercarnos a una subjetividad. Quién fuera aquel que escondió sus propios sentimientos detrás de una exagerada artificialidad, estalla con desenfreno retorciendo y desfigurando la forma objetivada de una emoción general.

Por ahora, escucharemos y oiremos el extracto final de una célebre versión de la La Valse, de 1975, con la Orquesta Nacional de Francia, en los Campos Eliseos de París, en la deslumbrante y rayana dirección de Leonard Bernstein.

[1] Serguei Pavlovich Diáguilev (1872-1929), fue un empresario relacionado con el mundo de las artes escénicas rusas que revolucionaría la estética coreográfica de comienzos del siglo XX. En 1909, junto con un compatriota, el bailarín y coreógrafo Mijaíl Fokin, y otros bailarines, entre los cuales estaban Vaslav Nijinski, Anna Pavlova, Mijaíl Mordkin, Tamara Karsavina y Adolph Bolm, fundan los Ballet Rusos. La idea fundamental de este ballet era la de concebir a éste como un arte que unificara la danza, el teatro, la música y la pintura. Su impacto en el desarrollo del ballet del siglo XX es inestimable. La cantidad de músicos, pintores, diseñadores y coreógrafos que trabajaron en los diferentes proyectos es imparable: partiendo por el mismo Ravel, están Claude Debussy, Igor Strawinsky, Erik Stie, Manuel de Falla, Darius Milhaud, Pablo Picasso, Georges Braque, Léon Bakst, Alexandre Benois, Maurice Utrillo, Jean Cocteau, George Balanchine, Leonid Massine, Branislava Nijinska, Serge Lifar, etc…