sábado, 26 de julio de 2008

Cápsula Radio-visual II Parte

Esta cápsula corresponde a la segunda parte de una serie que relaciona la música con al material cinematográfico. En esta oportunidad, el profesor Mauricio Mancilla recomienda la película de Stanley Kubrick: 2001 Una Odisea en el Espacio, y reafirma algunos elementos generales para la apreciación del filme. Una pequeña fe de erratas dice relación con el segmento que adjudica nacionalidad rusa a Ligeti, quien, en realidad nació en Hungría.

jueves, 24 de julio de 2008

Ciclo de Cine Chileno en el Cine Club de la UACH

Los días 28, 29 y 31 de julio, 4, 5 y 6 de agosto, se realizará en el Cine Club de la Universidad Austral de Chile, el Ciclo de Cine Chileno: una Mirada Retrospectiva.
La presentación y los comentarios de cada una de las películas estarán a cargo de los profesores que componen el equipo de trabajo del Curso de Apreciación Cinematográfica de la misma universidad: Claudia Gómez, Breno Onetto, Miguel Rojas, Mauricio Mancilla y Matías Uribe.
La entrada es gratuita y el horario es a partir de la 19:00 hrs. en las fechas señaladas.


viernes, 18 de julio de 2008

SALOMÉ Y LA CONCIENCIA TRÁGICA GERMANO-AUSTRÍACA DE COMIENZOS DEL SIGLO XX. UNA APROXIMACIÓN A LA CONTINUIDAD DEL MITO EN EL ARTE

Y el tremendo pesar, y el sudor sangriento,
nadie lo sabe tan bien como yo:
pues el que vive más vidas que una
más muertes que una debe morir.


Oscar Wilde

[…] una obra verdaderamente genial, poderosa,
sin duda una de las más importantes de nuestra época.
Ahí trabaja y vive bajo un montón de escorias un volcán,
un fuego subterráneo …


Gustav Mahler sobre Salomé de Richard Strauss

Como ocurre al revisar una tragedia antigua – Edipo Rey, de Sófocles – partiendo de una obra moderna – el Edipo Rey, de Pier Paolo Pasolini - se puede llegar a comprender el proceso a través del cual un artista, en este caso, un cineasta, logra traer a su propia contemporaneidad una leyenda o relato de la antigüedad. Esto no involucra traer una obra que se acomode al dictamen o al gusto ajeno, como podría significar el término, sino que tal operación supone, desde nuestro punto de vista, varios efectos. Entre ellos: la desmitificación de los personajes involucrados, es decir, despojarlos de sus “envestiduras”, de sus disfraces mitológicos, que los constituyen como “personajes clásicos”, re-visados, re-visitados y des-compuestos con el transcurrir de los tiempos, para ser convertidos en figuras psicologizantes y con plena vigencia operativa como tipos contemporáneos. A su vez, existe una simple constatación que resulta provechosa mencionar: el hecho de que se tome un elemento antiguo para que éste, si bien no completamente, aparezca en el escenario de un “hoy” con la apariencia de algo nuevo, algo fresco que no parece guardar relación con un pasado lejano.

Cuando Freud acuña el término complejo de Edipo, (Ödipuskomplex), para designar aquellos sentimientos derivados de la vinculación erótica del niño con el padre del sexo opuesto, no hace otra cosa que afirmar lo que anteriormente hemos dicho: extraer del mundo antiguo una tragedia sófoclea para convertirla en un concepto operativo con fines psicoanalíticos.
Tomando en consideración lo dicho hasta aquí, hemos abordado una obra de arte para poder llegar a afirmar o rechazar la siguiente tesis: el mito se ha de reproducir a través de la obra de arte por medio de una relación de carácter recíproco.

Para esto, hemos escogido una obra operística del compositor alemán Richard Strauss, (1864-1949), llamada Salomé, de 1907. La razón de esta elección se debe, en parte, al carácter de la protagonista de este drama musicalizado, la cual posee los rasgos psicologizantes que afirman, hasta cierto punto, la teoría freudiana del complejo edípico femenino; concepto que más tarde sería acuñado como complejo de Electra por uno de sus discípulos y colaboradores: Carl Gustav Jung. Tal concepto serviría para designar aquel deseo sexual que siente la hija hacia el padre, que se acompañaría por un sentimiento de rivalidad hacia la madre y un concomitante deseo inconsciente de su muerte. Si bien es cierto, podemos encontrar en Salomé una incipiente similitud con el mito o el relato original de Sófocles, es en la relación entre lo erótico y lo tanáthico del personaje en el que encontraremos la relación más acabada entre el relato, tomado de un pasado mitológico - el texto bíblico - y la realidad de los contemporáneos de Strauss que habrían de ser los espectadores, y por ende, receptores de la obra.

El mito de Salomé se remonta al siglo I d. de C. Se le considera como una princesa judía hija de Herodías, (nieta de Herodes el Grande y hermana de Herodes Agripa I) y de Herodes Filipo. Su madre, más tarde, se divorciará de este último y entablará nuevas nupcias con el hermano de éste: Herodes Antipas; quien también es hijo de Herodes el Grande De esto notamos ya el vínculo incestuoso entre madre y padrastro. Herodes Antipas, Tetrarca de Galilea y Perea, es considerado un enviado de Roma que reina sobre los judíos gracias a su casamiento con Herodías. Durante todo su mandato intentó mantener un equilibrio entre judíos, nazarenos y romanos. Sin embargo, la historia, en cada época, lo ha reconocido como el político “rastrero” que intenta descargar sus responsabilidades sobre otros.

El relato bíblico dice que estando éste en una de sus celebraciones de cumpleaños, “Entró la hija de la misma Herodías, bailó y gustó mucho a Herodes y a los invitados. El rey dijo a la muchacha: ‘Pídeme lo que quieras’. Y le juró: ‘Te daré lo que me pidas, hasta la mitad de mi reino.’ Salió la muchacha y preguntó a su madre: ‘¿Qué voy a pedir?’ Y ella le dijo: ‘La cabeza de Juan el Bautista’ ” (San Marcos: 6, 22-25). Posteriormente, Salomé contraería matrimonio con el medio hermano de su padre, el tetrarca Herodes Filipo, gobernante de ciertos territorios de la actual Siria, y más tarde lo haría con Aristóbulo, que gobernaba Armenia Menor.
A pesar de lo complejo y entramado que resultan las referencias - mitad históricas, mitad leyendas - en torno a la vida de Salomé, la historia sobre la cual se basa el texto de la ópera de Richard Strauss corresponde a un drama teatral, escrito en 1892 por el escritor, de origen irlandés, Oscar Wilde (1854-1900). El texto original sería escrito en francés y pasaría a ser traducida al inglés por Alfred Douglas.

El texto es adaptado por Strauss bajo la forma de acto único, en el que los personajes principales de la ópera quedarán sintetizados en cinco: Salomé, (soprano), princesa de Judea e hija del primer matrimonio de Herodías; Herodes, (tenor), tetrarca de Judea, esposo de Herodías; Jokanaan, – nombre hebreo con el que se le identifica a Juan el Bautista - (barítono); Herodías, (Mezzosoprano), madre de Salomé, casada con Herodes; y Narraboth, (tenor), joven oficial enamorado de Salomé.
La ópera se inicia en la terraza del palacio de Herodes, lugar donde se celebra su cumpleaños. Narraboth vigila el pozo donde está encarcelado Juan el Bautista, quien anuncia la llegada del Hijo del Hombre y grita profiriendo insultos a Herodes y a su mujer Herodías. Salomé abandona la sala del banquete harta de las miradas lascivas de su padrastro. Intenta ver a Jokanaan usando su erotismo con Narraboth. Jokanaan sale del pozo y continúa gritando sus acusaciones en contra de Herodes, Herodías y la misma Salomé. Ésta se enamora de Jokanaan y le confiesa sus sentimientos diciendo que desea tocar su cuerpo, su pelo y su boca. Por su parte, Narraboth, presa de los celos y la desesperación se suicida clavándose un puñal. Salomé insiste en besar a Jokanaan, el cual no hace sino aumentar sus insultos. Herodes sale en busca de Salomé seguido de su mujer y toda la corte. Descubre la sangre de Narraboth y tiene malos presentimientos; desea atraer a Salomé impúdicamente hasta que suena la voz maldiciente de Jokanaan profetizando desgracias para el tetrarca. Herodías pide a Herodes que silencie al Bautista, pero éste se niega, aterrorizado ante la
posibilidad de que las profecías que profiere se cumplan con su muerte. Para ahuyentar los malos presagios Herodes pide a Salomé que baile para él; ella se rehúsa, sin embargo, ante la promesa de Herodes de satisfacer cualquier deseo, acepta, para lo cual ejecuta la danza de los siete velos. Al finalizar exige la cabeza del Bautista en una bandeja de plata, no para dar en el gusto a su madre, sino para satisfacer sus propios deseos. Luego de ofrecer una serie de cosas con tal de que Salomé cambie su orden, Herodes termina por acceder. El verdugo trae la cabeza del Bautista, y Salomé, presa de un deliro erótico, besa la cabeza extirpada. Herodes contempla la escena horrorizado y ordena a sus soldados que den muerte a la princesa. Salomé muere tal como lo predijo el profeta: aplastada por los escudos de los soldados.

De la manera en que aparecen descritas las relaciones en la ópera de Strauss, resaltan, a primera vista, la cantidad de “anomalías”, en el plano sexual, con las que se van tejiendo la trama y los vínculos entre los personajes. Primero que nada está el parentesco entre Herodes y Herodías, ya que no sólo son cuñados, sino que también tienen un pariente en común: Herodes “el grande”; quien ha de ser padre de Herodes Antipas, abuelo de Herodías y, por ende, bisabuelo de Salomé, la que, a su vez, vendrá a ser sobrina en segundo grado de Herodes, que también es su padrastro. Por otro lado, está la condición de la misma Salomé, quien se presenta como una niña a lo largo de toda la ópera, (pueden tomarse la serie de cambios de estados anímicos que sufre la protagonista, como parte de una personalidad en constante metamorfosis, como la que poseen los niños); excepto al final, donde sufrirá su última transformación: “Man töte dieses Weib!” (¡Dad muerte a esa mujer!), dice Herodes, volviéndose y mirando a Salomé. Tal sanción no es otra cosa más que una respuesta del espanto, experimentado por Herodes al contemplar la escena de necrofilia que desarrolla Salomé con la cabeza de Juan el Bautista.

Con el constante asedio sexual, por parte de Herodes ha su hijastra, el delirio de deseo, violento y chocante, en el que parece caer la protagonista hasta lograr una atmósfera extática, es reforzada por una compleja orquestación y estructura sonora, (brillantes colores orquestales, cadencias misteriosas que cambian permanentemente de matiz, sonoridades agresivas, inconstantes y descomunales), lo cual hace que el resultado final parezca la obra de un compositor exótico que realza, justamente, aquel lado tan estereotipado por los europeos de la época respeto a oriente: un ambiente cargado de perfumes intensos sobre un clima de deseo histérico. Una especie de evocación a la noche oriental, misteriosa, a la vez que aterradora por aquello que se desconoce.

A su vez, Salomé parece demostrar una gran cantidad de manías y fobias: miedo al sexo, miedo del otro que tiene un sexo diferente, miedo del sexo como sinónimo de perversión o perdición y, finalmente, el comportamiento sexual anómalo que va contra uno de los principales tabúes sexuales: tener relaciones sexuales con un muerto. Es aquí donde podemos hacer un paralelo con la tragedia de Sófocles, Edipo Rey, pues donde el tabú se manifestaba en el hecho de tener relaciones sexuales con la madre, en Salomé están presentes las relaciones endogámicas entre Herodes y Herodías, la atracción pederasta de Herodes hacia Salomé y el acto necrofílico de ésta hacia Jokanaan. Para Edipo: el origen de la peste; para Salomé: su propia muerte; para Herodes: la desintegración del reino.

En el caso de Herodías, ésta ha sido comparada como una gran burguesa, en la obra de Wilde, fastidiada por todo aquello que le impide gozar la vida, manipuladora, caprichosa y ocultando tras una fachada de actitudes y comportamientos correspondientes a su rol, a una persona carente de escrúpulos y dispuesta a cometer cualquier acto con tal de obtener lo que desea.
Pero, ¿quién es Salomé tras el mito bíblico, los registros históricos y las representaciones artísticas? Es decir, ¿quién es para los espectadores de la época de Strauss? A menudo se le ha confundido con Judith, otra figura bíblica que habría de decapitar a Holofermes, general de la armada siria, transformándose así en una heroína trágica, salvadora de un pueblo. Judith es
representada indistintamente como Salomé, por el pintor vienés Gustav Klimt (1862-1918). Para muchos intelectuales de la época, Salomé o Judith, representaba a la mujer castigadora, la mujer “castradora” (utilizando la jerga psicoanalítica) que ha de encontrar satisfacción con la muerte del hombre que desea. La mujer que devora al objeto de su amor, sin haber gozado de él y que, por este motivo, decae en una especie de frustración sexual. Desde hacía buen tiempo, la figura de Salomé era “explotada” por artistas e intelectuales de diversas ramas. Tenemos ya el caso de Oscar Wilde, en la literatura. En la pintura, tempranos ejemplos como el de Ticiano Vecellio (1477-1576), con su Salomé con la cabeza del Bautista; Gustav Moreau (1826-1898) quien en 1874 realizara su Aparición; Aubrey Beardsley (1872-1898), considerado un “prodigio” en la pintura y el grabado de la sociedad finisecular londinense y quien, además, trabajara estrechamente con Wilde (de hecho sostenían una fuerte amistad) en la creación y publicación de su, ya nombrado, drama Salomé. Solo para completar el friso de referencias faltaría mencionar la obra de Gustav Klimt (1832-1892), en especial sus obras de retratos en torno a la figura de Judith, que usualmente se le asocia directamente con Salomé. Por último, Julius Klinger (1876-1942), vienés, pintor, grabador y diseñador de letras que trabajara en la edición de la revista Ver Sacrum, tan importante para la Secesión vienesa. En 1909 realizará una obra titulada Salomé.

Salomé es retratada constantemente figurándola como aquella mujer fatal que ostenta la exigencia de imponer su deseo. No es la víctima de los deseos masculinos, sino la que está poseída por aquellos mismos deseos y que no descansa hasta “devorar”, al igual que una mantis religiosa, a su “presa” masculina. La naciente emancipación femenina en el mundo del trabajo y de la política, cambia el escenario sociocultural de una sociedad en extremo conservadora, como lo fue Viena y Alemania a principios del siglo XX. De tal manera, Salomé, y una serie de figuras femeninas que compartían estos atributos, (la Lulú de Alban Berg; el Ángel Azul de Heinrich Mann), se habrían de convertir en la expresión de la crisis masculina del “yo” liberal, lo cual desembocaría en una serie de transformaciones económicas, políticas y culturales que, de alguna manera, pueden ser consideradas, como uno de los factores que prepararían el escenario y las condiciones para esa gran catástrofe que se avecinaba, llamada Primera Guerra Mundial. Cabe mencionar, en este mismo orden de cosas, la inquietante publicación de un libro: Sexo y Carácter (Geschlecht und Charakter) de 1903, del filósofo y escritor vienés Otto Weininger. Al margen de su marcado carácter antisemita y misógino, el libro sería ampliamente socializado y popularizado en circuitos intelectuales vinculados al arte y las letras del contexto señalado. Odio y temor, sexo y muerte, una sensación de vértigo frente a lo veloz y precipitado de los cambios que comenzaban a acontecer en todo orden de cosas. Salomé contó con la admiración del célebre compositor y director de orquesta vienés Gustav Mahler, (1860-1911), a quien no se le permitiría dirigir el estreno, víctima de una campaña del incipiente antisemitismo germánico y austríaco. Algunos escritores, como Karl Kraus, (1874-1936), poeta y crítico austríaco, habían reparado en escritos la acentuación de estereotipos judíos y de algunos elementos violentamente antisemitas en el texto de Wilde, principalmente en la figura de Jokanaan.

Sin embargo, la fascinación por la figura de Salomé se extendería por diversas direcciones, generando una interesante implicación de tipo escatológico con un determinado sector de la cultura berlinesa y vienesa de fines del siglo XIX y principios del XX. Stephan Zweig, (1881-1942), Thomas Mann, (1875-1955), Robert Musil, (1880-1942), Heinrich Mann, (1871-1936), Rainer María Rilke, (1875-1926), Egon Schiele, (1890-1918), Hugo von Hofmannsthal, (1874-1929), (quien haría el guión para la próxima ópera de Strauss: Electra) y los ya mencionados Karl Kraus, Gustav Mahler y Gustav Klimt, plasmarían de una u otra manera en sus obras una especie de amargura, de dolor profundo e insoportable relacionado con, lo que ellos creían, el fin de una época. Y, en algunos casos, el fin de la humanidad. Los poemas, los ensayos, los cuadros y la música estaban impregnados de invectivas y “gritos de auxilio”, como si se tratase de las últimas convulsiones de una especie que moría.

Era una verdadera obsesión con el tema de la muerte, una trágica seducción. Se podría decir, incluso, que muchos deseaban la muerte; es decir, de alguna manera lo que allí se plasmó fue un real impulso de muerte, una súplica por cambiar el orden del mundo de aquella época: el imperio austro-húngaro, la época victoriana, una clase burguesa decadente que negaba, moldeaba y reprimía a una parte considerable de la sociedad. Eros y Tánatos comenzaban a emanar como influjos pictóricos, musicales y literarios que expresaban un sentimiento de época, un “mal de fin de siglo”, que vendría a constituir la antesala del horror y la catástrofe que sobrevendría. No hablamos solamente de la devastación que se produciría en el plano social con las dos guerras mundiales que se cernían, sino al interior mismo de la vida e historia del arte. Expresionismo, surrealismo, dadaismo, comienzan a escenificar la realidad cultural a partir de una “destrucción del lenguaje artístico”, del lenguaje plástico, lo que, más que una destrucción, parecería una vuelta al caos, haciendo tábula rasa de todo estilo que precediera a la actual obra.

Como Tiresias, o Juan Bautista, el artista se contemplaba así mismo como el profeta, es decir, como aquel individuo que es capaz de adelantarse a su época y predecir los cambios que se sucederán en las generaciones venideras. Por mucho tiempo se ha considerado que los artistas son una especie de “primeros modernos”, que se han dedicado a destruir realmente su mundo para crear un universo artístico donde los demás puedan existir, o contemplar e imaginar. De este modo, el mito encontraría, a través de la operación artística, una manera de permanecer a través del tiempo. A su vez, el arte, por medio de su carácter erótico, es decir, considerando en él su forma eminentemente reproductiva, asegura su propia permanencia. La historia, como componente esencial de una construcción estilística en el campo estético, sería el otro elemento principal en esta doble relación, en la que se benefician de manera recíproca tanto el arte como el mito.

Salomé constituiría, por tanto, un singular ejemplo donde percibimos de qué manera se expresa, perdura y se renueva el antiguo mito en el frescor acabado de una obra de arte.


Matías Uribe Villarroel



REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS


Benedetti, María Teresa: El Impresionismo y los Inicios de la Pintura Moderna. El Simbolismo. Editorial Planeta Argentina. S.A.I.C. España, 1999.

Eliade, Mircea: Aspectos del Mito. Ediciones Paidós Ibérica. España, 2000.

Enciclopedia Microsoft® Encarta® 99. © 1993-1998. "Salomé", "Edipo", "Edipo, Complejo de", “Electra”, “Electra, complejo de”. Microsoft Corporation. Reservados todos los derechos.

Fliedl, Gottfried: Gustav Klimt 1862-1918. El Mundo con Forma de Mujer. Benedict Taschen Verlag GmbH. Italia, 1998.

La Gran ópera Paso a Paso. Salomé de Richard Strauss. Edilibro, S. L. y PolyMedia Hamburg, 2000. España.

Néret, Gilles: Gustav Klimt. Benedict Taschen Verlag GmbH. España, 1993.


Sófocles: Tragedias. Editorial Gredos, S. A. Madrid, 2000.


RECOMENDACIÓN MUSICAL

Salomé, de Richard Strauss, con libreto basado en el drama de Oscar Wilde, en la versión dirigida por Georg Solti en 1962, a cargo de la Wiener Philharmoniker. Con Birgit Nilsson, en el papel de Salomé; Gerhard Stolze, como Herodes; Grace Hoffman, como Herodías; Eberhard Wächter, como Jokanaan y Waldemar Kmett, como Narraboth.

jueves, 17 de julio de 2008

CÁPSULAS RADIO-VISUALES I PARTE: El Cine y la Música: Homenaje a Guido Mutis. Hitchcock y Herrmann

Cápsulas Radio-visuales, son una serie de "docu-clips" que tematizan la relación entre la cinematografía de un director y la banda sonora o musical que éste utiliza. La franja radial fue grabada y editada en los estudios de radio de la Escuela de periodismo de la Universidad Austral de Chile, con la colaboración de Norma Huerta.

lunes, 7 de julio de 2008

BARBARIE Y PROGRESO

BARBARIE Y PROGRESO: TRES CONSIDERACIONES ANTROPOLÓGICAS PARA UNA LECTURA HISTÓRICA DE LA RELACIÓN ARTE Y CIVILIZACIÓN EN EL MUNDO OCCIDENTAL

Por Matías Uribe Villarroel

El ángel de la Historia vuelve su rostro hacia el pasado...
Allí donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos,
él ve una única y gran catástrofe ...
Una tormenta lo impulsa irresistiblemente hacia el futuro,
en tanto tras él los desechos se acumulan como una montaña ...
A esta tormenta la llamamos progreso.

Walter Benjamin.

Cualquier debate sobre ideales de educación es vano e indiferente
en comparación con este: que Auschwitz no se repita.
... la barbarie persiste mientras perduren en lo esencial
las condiciones que hicieron madurar esa recaída.

Theodor Adorno.

I

¿Qué entendemos por progreso en el arte?


Si nos remontamos a la época arcaica griega podremos caer en cuenta que aquello que hoy pueda ser tan natural, como alterar o modificar uno o varios aspectos de la propia obra (en el sentido de mantener una especie de continuidad en la actividad estética a largo plazo en un mismo individuo); o la de una tradición marcada por determinadas pautas de producción que aparecen como inalterables – basta con considerar el caso que caracteriza, en términos generales, las premisas del arte egipcio antiguo -, notaremos con un mayor o menor grado de asertividad que aquello que entendemos por progreso, en el arte, comenzaba a manifestar sus primeros indicios. El cambio entregado de manera casi gratuita o, si colocamos las cosas desde un punto de vista individual, en el uso de la facultad voluntaria de decidir qué debo o no debo cambiar en aquello que se considera parte de una forma, de una cultura que realiza, a la vez que determina, las formas de realizar tal o cual pauta; es un fenómeno raro, por no decir, inexistente en la Grecia arcaica. Por el contrario, para el caso que nos asiste – el mundo antiguo de occidente – se consideraba atrevido, “normalmente poco deseable y a veces hasta peligroso”
[1] una acción de ese tipo. No sólo se jugaba el prestigio y la propia actividad del artista en cuestión, sino también la existencia de éste.[2]
Hubo que abstraer del todo que se consideraba la actividad estética, un elemento que no presuponer que tal elección o fijación no se refería al propio criterio del artista, sino que había que tomar aquel elemento consensuado que manifestara una relativa des-armonía, o un des-equilibrio con la aspiración conjunta que venía a equivaler la obra de arte. De esta manera nació el problema.
Por otro lado, la sistematicidad y la organicidad de la sociedad griega, tan apremiante para el mundo “culto” de occidente, basándose en este ideal de orden y jerarquía aplicable a todo conjunto de cosas que puedan coleccionarse y acumularse formando un corpus, hizo de la necesidad de un origen para tal historia su propio evento fundante. Es así como la idea de cambio, y con él la idea de progreso, naciera a la par del problema. Se podría decir que el origen de la concepción fundacional de un occidente que ordena, conserva y clasifica, nació de la mano con su opuesto que problematiza, des-encasilla y des-ordena la aparente continuidad que sugiere el status quo.
La forma que tiene el anthropos de edificar y construir de acuerdo a la necesidad, no se encuentra exenta de la consideración que sostiene que tal modo de ser nace y se complejiza sin abandonar, en ningún momento, aquel elemento que será capaz de destruir o des-materializar lo ya hecho. Es así como la idea de realizar y hacer como sinónimos de progreso, se conectan de manera tan efectiva con la del hacer y el de la realización que supone la idea abstracta en la concreción del objeto en sí. Por tanto, hablar de progreso en el arte es algo que parece tan natural como cuando nos referimos a la exposición y la obra de arte; es como si la sola enunciación de uno de los dos términos supusiera al otro. La salvedad está en que las formas que adopta el cambio de las técnicas, pensando en un continuo a través del tiempo que manifieste lo que entendiéramos por arte, y los modos de representar o exponer aquello que llamamos obra de arte, no parecen responder a una sola y exclusiva fracción de este continuo. Es más, existe el vestigio para cada uno de los casos en que hablamos de estilo o corriente y, por otro lado, la simultaneidad de movimientos y exponentes individuales en un mismo tiempo, lo cual hecha por tierra cualquier explicación del fenómeno por el camino de una lógica que pretenda enmarcar elementos estéticos en una fracción continua de tiempo.
Desde este punto de vista, hablar de progreso en el arte equivale a reconocer el origen moderno de tales términos y, al mismo tiempo, hacer visible los mecanismos de silenciamiento y censura que pesan sobre todos aquellos casos que cayeron bajo el peso de la crítica ligada a la misma idea de Historia, la cual, reconociendo la tradición moderna que la precedía, ha reproducido tal condición hasta alcanzar los eventos actuales, donde la cuestión de dilucidar los límites del arte y lo que es o no es obra de arte, se ha vuelto una especie de gimnasia que no parece trabajar ningún órgano con función específica, sino, más bien, la simple e infinita actividad de hacer parecer que toda acción o producto estético es algo nuevo, fundacional y sin precedentes. Así, podemos estimar el hecho de que una especie de eternidad y oscuridad pesara sobre toda conceptualización que refiera al enunciado progreso en el arte, a no ser por aquel propio atributo que lo sostiene desde su primera concepción: la constatación de que toda idea de progreso supone el reconocimiento de un componente ontológico destructivo.


II

¿Qué entendemos por barbarie en el mundo civilizado?


El término bárbaro nace en la época que precede al helenismo griego (siglo V a. de C.) o, probablemente, mucho antes. Ya desde este tiempo se encontraba íntimamente ligado a la idea de civilización; es así como una definición acotada de bárbaro está circunscrita a todo aquello que no se encuentra al amparo del mundo civilizado, es decir, a todo el mundo no griego de la época que se caracterizaba por su “incultura”, “violencia”, “atraso” y “primitivismo”. Según el Diccionario de la Real Academia Española
[3], la palabra barbarie designaría la “falta de cultura” y, por otro lado, la “fiereza” y la “crueldad” que, por extensión, podemos asignar a todo acto nacido de tal condición.
Los acontecimientos y la seguidilla de actos de lesa humanidad desde los comienzos mismo del siglo XX hasta los días de hoy, nos obligan a replantear y reconceptualizar la relación barbarie y civilización en una sola concepción: la barbarie civilizada. No hablamos aquí simplemente de la larga historia de invasiones, masacres y genocidios que alimentan los volúmenes de los libros de Historia Universal, que de manera tan vasta se dedican al tema, ni a las prácticas imperialistas, esclavistas y de bruta dominación que han caracterizado el devenir histórico de América desde aquello que se ha llamado su “descubrimiento”. Tampoco nos referimos, en específico, a los acontecimientos cursados por los distintos tipos de campañas imperialistas y colonialistas que han distinguido al nacionalismo francés, el inglés y el germano-austríaco, desde el siglo XVIII en adelante. Tampoco apuntamos directamente al proceso de modernización, mejor dicho, a los peores efectos del proceso de modernización que se pueden resumir de manera gruesa en esclavitud, desigualdad social, explotación, alienación, individualización, “miseria humana” y destrucción global de las condiciones medioambientales. Es cierto que la violencia organizada del estado y de las prácticas policiales represoras y genocidas, así como las dos grandes hecatombes que significaron, en términos de vida humana y cultural, la desolación de Europa y gran parte del mundo “civilizado” de Occidente y Oriente en eso que conocemos como Primera y Segunda Guerra Mundial, caben dentro de esta concepción binominal de barbarie civilizada. No obstante, queremos recalcar otro de sus aspectos que, si bien, no parecen hacerse evidentes en una materialización inmediata y fáctica - como son los resultados materiales de la destrucción - lo hacen en un plano que bien pudiera estar detrás del meollo y el alma de cuanto pudiera moverse en el sentido de una “barbarie culta”. Nos referimos al lenguaje.
Si entendemos que la forma original del concepto bárbaro tiene que ver con una actitud irónica, que designaba a lo no griego como al tipo de individuo que no entendía la lengua y que, por ende, se le designaba con las primeras sílabas de algo que no se podía entender (ba-ba-ba), el precedente nos remitiría inmediatamente al contacto entre comunidades lingüísticas de distinta naturaleza. La no pertenencia a la comunidad lingüística que nombraba y que, por tanto, designaba las cosas, era considerada un signo de barbarie. Si el contacto entre distintas culturas suponía – y supone - el enfrentamiento y el contacto violento entre dos o más formas que se disputan un sentido prevaleciente, bajo cualquier orden que creamos reconocer, no es de extrañar que en el seno de lo que llamamos la “cultura occidental”, en su influencia y su avance por distintas zonas del territorio conocido de las diferentes épocas, el lenguaje se haya construido a partir de esta fricción. Vencer, ganar, dominar, imponer, reducir y conquistar son categorías que suponen la existencia de otro que pierde, que es conquistado, dominado y reducido a una expresión inferior a la de quien lo somete.
Tal parece que toda esa idea de lo “importante” y lo “grande” queda sometida a la jurisdicción de aquellos que vencen, de aquellos que escriben la historia por aquellos que ya no están, que han sido extinguidos, silenciados, borrados de aquella historicidad que nombra, dictamina y define lo que es y lo que no es. No se trata de que lo “grande” y lo “importante”, lo “único” y lo “más”, “capten nuestra atención, sino que, en realidad, la dirigen”
[4]. Cuando el otro domina no sólo se está apropiando de un territorio y una materialidad, sino que también se toma la palabra. Maneja las palabras, mejor dicho, se apodera del discurso, del qué nombrar y del cómo nombrarlo; “manejarla – la palabra – no sólo para decir lo que se quiere, sino también para silenciar a lo otro – donde lo ‘otro’ no dice únicamente el otro que habla en lengua, como lengua, eso que tiene lugar más allá (o más acá) de cualquier intención.”[5]
El modo silencioso mediante el cual opera la actividad del lenguaje es implacable: no deja huellas. Por el contrario, su rastro es una totalidad que atraviesa a toda dimensión constituyente del anthropos. La barbarie se instaura como una normalidad incuestionable, se hace presente como la actitud “políticamente correcta”, como “la” forma de realizar los actos, como “la” manera de aprehender tales actos; en suma, se trata de reducir la situación y la comunidad lingüística a una única, homogénea y fastuosa forma de proyectar y realizar lo que el lenguaje hacía pre-existir.


III

Cuando el arte representa la barbarie


Si el bárbaro y el civilizado tendrían un único origen, diferenciado tan sólo por la posición de quien designa uno a otro, estaríamos en condiciones de afirmar que en esta ambigüedad se manifestaría un rasgo del anthropos que suele ser subyugado por la pretensión del segundo. Ahora, si la producción y la efectiva re-producción de una actitud bárbara descansaran en la inmaterialidad del lenguaje, sus efectos no serían visibles a la manera de una formalización concreta, sino por la sugestión y el poder estructurante de la percepción y la conducta que posee el lenguaje en general. No obstante, ¿en qué dimensión del anthropos logramos percibir la concreción de la idea y la materialización de aquello que pronunciamos y registramos si no es en el campo estético? De esta manera, el arte se transforma en aquello que no sólo es capaz de representar lo inexistente materialmente, sino de evocar las particularidades y los conflictos inherentes a la condición permanente de un anthropos con la conciencia de un devenir histórico.
Si la supremacía de lo “importante” y lo “grande” adoptan la adjetivación de lo fastuoso (del latín fastuosus, que significa lo “ostentoso, amigo de fausto y pompa”
[6]), por extensión entenderíamos que la forma de adjetivar aquello sería: lo “espléndido”, lo “magnífico”, lo “soberbio”, lo “ostentoso”, lo “lujoso” y lo “opulento”. El lujo bárbaro, en cuanto adjetivación de una forma de realizar la producción cultural, en general, tiene sus precedentes en todas aquellas primeras culturas que se estudian como parte de la Historia del Arte Occidental: Mesopotamia, Egipto, Grecia y Roma. No obstante, hay que señalar que no es hasta el último periodo del mundo griego antiguo, en que aquella categoría habría de existir para señalar el fin del mundo helénico y, por extensión, apuntar hacia el imperio romano como el heredero de una cultura tergiversada en sus elementos principales. De aquí a la asociación del “lujo ostentoso” con lo “decadente” existiría un trecho muy breve. Es así como la idea de una cultura que adapta de manera descontextualizada los elementos de otra y los presenta de un modo desproporcionado a la forma original - o que toma elementos de otra y los mezcla de manera antojadiza -, se liga perfectamente a la concepción de decadencia.
Cuando la obra de arte pierde su arraigo a determinado espacio cultural, lo que ocurre a continuación es que se transforma el propio carácter del objeto, es decir, cambia su significado. Para el caso que señalamos, es sabida la afición de los antiguos romanos de buscar y acumular obras de arte griego, lo cual significaba, no sólo la descontextualización de tales obras, sino su transformación en objeto “valioso” y la condescendiente alteración de aquello que representaba. De esta manera, la obra de arte es convertida en un objeto que tiene un valor efectivo, cuantificable monetariamente como trofeo de guerra o souvenir de excursión. Se vuelve un objeto de “lujo”, una cosa que vale por lo que es capaz de “certificar” en una esfera limitada de relaciones; por tanto, su existencia es sobrevalorada y trastocada en algo que “vale” en términos de quién lo posee, y no por aquello que originalmente representaba al momento de ser realizado. En síntesis, decimos que la obra de arte se ha convertido en un fetiche, un objeto de culto al que se le atribuye un valor sobrenatural, que da poder o prestigio a quien lo posee.
Bajo esta última consideración, bien podríamos, por analogía, decir que tal comportamiento se asemeja mucho al de los primeros homínidos que poblaron el mediterráneo. Lo que resalta, en última instancia, al considerar el producto cultural como un fetiche, es lo “primitivo” de tal conducta. Lo bárbaro de esta actitud no sólo es posible encontrarla en la recurrente necesidad de asignar un valor material a la obra de arte, sino en todo aquello que ha significado el viejo y enorme proceso de mercantilización del arte. Si, encima, consideramos el fenómeno de masificación e industrialización de la cultura, que ha llegado a niveles sociales estructurales, tales como la legislación y promulgación de leyes de control regidos por aparatos que operan en la más absoluta penumbra conceptual, la inquietud barbárica toma un ribete horripilante, no sobre la cosa en sí – en términos “humanos” – sino que contra la cosa como estructura, como maquinaria reproductora. Lo bárbaro no es otro, sino la realidad convertida en otra cosa, ajena a la consistencia de aquello que se hace llamar humano u Hombre.
Hasta aquí las consideraciones sobre lo que se entiende por bárbaro como adjetivo estético; no obstante, desde otro punto de vista, asociamos esta conceptualidad a las maneras en que la barbarie – y en específico lo que ya mencionamos como barbarie civilizada - ha tomado cuerpo en su representación en el arte a través de los tiempos. Si nos remitimos a la tabla de Narmer (hacia 3.150 a. de C.) de los antiguos egipcios - pieza clave para entender el punto de partida de la civilización egipcia – ; o al empalamiento de soldados enemigos, relieve en alabastro y yeso, encontrado en el Palacio de Senaquerib, en Nínive, antigua Mesopotamia (750-681 a. de C.); o, al mozaico que muestra la Batalla de Darío contra Alejandro en Issos (cerca de 300 a. de C.); la impresión de lo que ahí se muestra tiene que ver con la masacre humana, en cada uno de los casos, y la derrota de un grupo humano en manos de otro. Más, el sentido que parece denotar cada una de las representaciones tiene mucho que ver con la exacerbación del poder, de la magnificencia y la demostración de la autoridad que ostenta el grupo invasor o defensor, de acuerdo a los casos, que logra infundir en el espectador el respeto o la consideración del hecho como acto fundacional y modelador del carácter del propio pueblo que realiza la obra.
Muy distinto a lo anterior es lo que podemos encontrar, más tardíamente en términos históricos, en la obra de Francisco de Goya (1746-1828), Theodore Géricault (1791-1824), Eugène Delacroix (1798-1863) y Ernest Meissonier (1815-1891). La masacre humana en Goya tiene que ver, ya no con el señalamiento del poderío, la supremacía y el dominio de un grupo sobre otro, sino la denuncia de un hecho histórico que da cuenta de la vulnerabilidad de lo humano y los excesos de un anthropos que invade y viola sistemáticamente las leyes estatales de un estado vecino. Es el caso de Los fusilamientos del 3 de mayo de 1808, donde el artista retrata algunos de los hechos ocurridos a raíz de la ocupación de España, entre 1808 y 1814, por los ejércitos napoleónicos. En el caso de la serie de aguafuertes Los Desastres de la Guerra, la violencia aplicada al género humano es denunciada contra la propia nación. La barbarie civilizada que se desprende de la obra referida a Goya, adopta un carácter lamentable de culpación que termina por adquirir una tonalidad misantrópica.
En el caso de Gericault, en su obra La Balsa de la Medusa (1819), el horror y el escándalo de la barbarie son el rasgo predominante, más que el carácter patriótico y heroico que solapadamente se dejaban entrever en el ejemplo anterior. La ineptitud y la incompetencia de quienes comandan una nave que naufraga, desemboca en una tragedia humana que duraría 13 días en altamar. De 150 personas que fueron abandonadas en una balsa con destino incierto, sólo sobrevivirían 15, los cuales pasarían por situaciones extremas de enfermedad, locura y canibalismo. La barbarie apuntaría, en este caso, primero a denunciar la ineptitud de un grupo humano relacionado con la administración del estado (La Medusa era una embarcación comandada por un marino de “noble cuna”
[7]) y, en segundo lugar, a la reacción brutal de un grupo de hombres sometidos a situaciones límites. El perfil de lo humano se desdibuja y es ensombrecido cuando las necesidades y el sometimiento desnudo a las leyes de la naturaleza - es decir, sin las condiciones que provee la cultura - logran acaecer sobre un grupo de individuos. El anthropos parece volver a su “estado original” – “bruto”, “bárbaro” – cuando sus condiciones artificiales de vida son coartadas.
En el caso de La Barricada (1849), del pintor Jean-Louis-Ernest Meissonier, la barbarie adopta una faceta urbana de estrepitoso horror. Los acontecimientos que narra la pintura se refieren a lo ocurrido en las calles de París, en 1848. En junio de ese año los obreros de París se manifestaron públicamente durante cuatro días (23 al 26 de junio) por la decisión del gobierno de dar un giro hacia la derecha y no acatar la demanda obrera que requería de mejoras provisionales en sus condiciones de trabajo. Las manifestaciones habían tenido un precedente en febrero de ese año y la tensión pública en torno al levantamiento, se mantuvo constante a partir de los primeros días de mayo. Cuando la situación se volvió insoportable, el estado francés atribuyó al general Cavaignac de poderes dictatoriales absolutos. A su mando, el ejército reprimió violentamente las acciones de protesta, hasta llegar a una masacre que bañó de sangre las calles. “defensores asesinados, abatidos, lanzados desde las ventanas, cubriendo el suelo con sus cuerpos, sin que la tierra hubiera tragado aún toda su sangre”, nos narra el propio artista, quien fue testigo presencial de los hechos.
[8] No se sabe exactamente cuántas víctimas hubo, pero se habla de 1.500 soldados y más de 3.000 rebeldes, entre los cuales se encontraban obreros, en su mayoría, mujeres, niños y jóvenes estudiantes que apoyaron, desde un principio, las acciones obreras. El estado de sitio duraría hasta el 30 de octubre de ese año, casi 4.000 rebeldes fueron deportados a Argelia y la censura se impondría por mucho tiempo más.[9]

Cuatro ejemplos de obras inscritas en la tradición moderna y tres ejemplos de la Antigüedad para evidenciar las formas en que el arte representa la barbarie; la consideración adjetiva del término bárbaro para acercarlo a una fórmula nominal estética; la aproximación o equivalencia, en varios de los aspectos, que atañen a la dicotomía bárbaro-civilizado; y un acercamiento revisionista a la definición de progreso en la dimensión estética, son un breve ejemplo de lo que constituye una preocupación por concepciones que merecen una reflexión más amplia y, de acuerdo al modo, que permita sondear con mayor desarrollo expositivo. En una época donde la mixtura y la fragmentariedad de los lenguajes parecen arrojar una especie de manto grueso y oscuro sobre las cosas, los acontecimientos y sus significados, transgrediendo todo acto u oportunidad de pensar y volver sobre el propio pensamiento, es decir, del propio individuo que se pregunta a sí mismo en su calidad de especie, el destino que arroja su propia sombra, - a la manera de un acontecer histórico -; es legítimo y perentorio el ejercicio de volver sobre las viejas categorías y exprimir de aquella “dura” y tan “segura” conceptualidad un viejo aroma que aún pervive. Aunque de la ténue exudación podamos constatar aquello que, aún vivo, se da la mano con aquello que ha dejado de ser.
Realmente, no podemos imaginar como se verá nuestro mundo dentro de un futuro lejano o cercano, ni siquiera intuir la forma en que “aquellos” – que serán y “son”, de alguna manera, un “nosotros” en su condición antropológica – nos verán, apreciarán o “leerán”. No obstante, estamos más o menos seguros de una cosa: que esa manera activa - tan característica de esta especie - de re-visitar lo ya hecho, aquello que fue de una manera o de otra y que lo ha de convertir en una especie de causa y finalidad que coexiste en una sola entidad que ha vuelto sobre sus propias huellas; sobre los resabios de un atronador acontecimiento, ese desastre que ha dejado sus rastros hacia cualquier dirección en dónde se pose la mirada; continuará su paciente tarea de escuchar la vaporosa y frágil voz que parece volver sobre una conciencia.

1. Tabla de Narmer (hacia 3.150 a. de C.) de los Antiguo Egipto. 2. Empalamiento de soldados enemigos, relieve en alabastro y yeso. Senaquerib, Nínive, antigua Mesopotamia (750-681 a. de C.). 3. Los fusilamientos del 3 de mayo de 1808. Francisco de Goya. La Balsa de la Medusa (1819), Theodore Géricault. La Barricada (1849), del pintor Jean-Louis-Ernest Meissonier. La Batalla de Darío contra Alejandro en Issos (cerca de 300 a. de C.), copia romana en mosaico de un original en pintura griega.


[1] La parte citada es extraída de Introducción a la Historia del Arte. Grecia y Roma, de Susan Woodford. Pág. 15. Editorial Gustavo Gili, S. A. Barcelona, 1985.
[2] “La repetición exacta de un modelo aseguraba al escultor el éxito de su trabajo. Cambiar incluso un elemento podía llevar a consecuencias no buscadas y en ocasiones desafortunadas.” Ibid.
[3] Diccionario de la Lengua Española. Real Academia Española. Editorial Espasa Calpe, S. A. Vigésima primera edición. Tomo I. Madrid, 1992.
[4] Extraído de WalterBenjamin. La Lengua del Exilio de Elizabeth Collingwood-Selby. Página 107, capítulo VII: La Muerte. Libros Arcis-Lom. Chile, 1997.

[5] Ibid.
[6] Lo fausto tiene que ver con el “gran ornato”, la “pompa exterior” y el “lujo extraordinario”; la pompa con el “acompañamiento suntuoso, numeroso y de gran aparato, que se hace en una función, ya sea de regocijo o fúnebre.” Todas las definiciones son tomadas de Diccionario de la Lengua Española. Real Academia Española. Editorial Espasa Calpe, S. A. Vigésima primera edición. Tomo I y II. Madrid, 1992.
[7] El mencionado marino debía su puesto a las conexiones que tenía con la Restauración Borbónica. La prisa de éste por salvarse a sí mismo y a sus altos mandos, abandonando al resto de la tripulación a su suerte, se convertiría en una acusación contra los privilegios de la aristocracia. Toda la herencia revolucionaria y napoleónica de la época, que exaltaba la razón y la nobleza ante la muerte, quedaba desacreditada por este hecho. La descripción en detalle de los acontecimientos aparece en El Arte del siglo XIX, de Robert Rosenblum y H. W. Janson. Ediciones Akal, S. A. Madrid, 1984.
[8] El pintor fue llamado a ocupar las filas de la Guardia Nacional como capitán. Esta referencia y la encomillada del texto fueron extraídas de El Arte del siglo XIX, de Robert Rosenblum y H. W. Janson. Página 262-263. Ediciones Akal, S. A. Madrid, 1984.
[9] Más datos sobre los hechos ocurridos en junio de 1848 en París, pueden ser revisados en la página http://www.galeon.com/ateneosant/Ateneo/Historia/sigloXIX.
Barbarie y Progreso es el resultado de una reflexión realizada al final de la revisión diacrónica antológica del curso Historia del Arte I, elaborado para la carrera de Artes Visuales, en el primer semestre del 2005 en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral de Chile.

viernes, 4 de julio de 2008

S e i s p e r s o n a j e s e n b ú s q u e d a




M i l e n a



Todos nosotros somos capaces de seguir viviendo, porque ha habido un momento en que nos hemos amparado en la mentira, en la ceguera, en el entusiasmo, en el optimismo, en una fe, en el pesimismo, en lo que sea. Pero él nunca ha ido a ampararse a un asilo, nunca. (...) Vive sin el menor refugio, sin albergue (...). Está desnudo entre los que viven vestidos (...). Y su ascetismo no tiene nada de heroico (...). Cualquier heroismo es mentira y cobardía. No es un hombre que haya montado su ascetismo como instrumento para alcanzar una meta; es un hombre al que su terrible clarividencia, su pureza y su incapacidad de aceptar compromisos le imponen el ascetismo (...). Me he dado cuenta de que no se defiende de la vida; solo se defiende de esta clase de vida.



F r a n z y J o s e p



...el soltero magro, sin centro ni casa ni profesión y con “una existencia hecha de remiendos”, que no tiene nada delante ni detrás y “al que le queda mucho menos que al trapecista de variedades, bajo el cual, al menos, han tendido una red”. Es, como decía Milena, el retrato de un rostro que lleva “el vacío al descubierto”; o, en palabras del propio Franz, el desierto frente a la tierra cultivada.
“cuando uno no puede ayudar, debe callar. (...) No soy una luz. (...) Soy un callejón sin salida”.



K a r l



“Una imagen de mi existencia podría ser una estaca inútil, cubierta de nieve y escarcha, ligera y oblicuamente clavada en el suelo, en un campo removido hasta lo más hondo, al borde de una llanura, en una oscura noche de invierno”.



J o s e p d e R o b e r t



Como Ulrich, al que en principio denomina Anders, él también es “un hombre otro” (ander). Un hombre disponible del que nunca se puede decir que ha llegado. Él está siempre en camino. Desprendido del mundo, resistente a la madurez, “se siente como un paso libre para dirigirse en todas direcciones”.




O t r a v e z K a r l



“En lo profundo de mi hay un perpetuo bullir, (“núcleo vivo y cálido”, “masas ardientes y fluidas.”) como en el fondo de un géiser, y mantengo la esperanza de que se produzca una erupción de una vez por todas, de modo que pueda convertirme en una persona diferente.”



M.


Al principio era algo agradable encontrarme en aquellas condiciones. Un espacio para mi solo, lecturas y materiales, todo a mi libre disposición. Poco a poco se fue transformando en una especie de jaula. Luego, una tumba. Finalmente, nada.
Un día, cuando ya no me percataba del tiempo transcurrido, me di cuenta que me había convertido en un hombre.


Fragmentos y una invención inspirada del libro Afinidades Vienesas de Josep Casals

jueves, 3 de julio de 2008

La Temucosidad de los Temucosos (Sinopsis)

“LA REBELIÓN DE LOS PELUCHES” DE PATRICIO CURIHUAL: SACRIFICAR LA REALIDAD


Nuestros lenguajes brillan en colores variados y aparentan haberse enriquecido.
Es el falso brillo metálico de la corrupción. Los lenguajes culturales se han venido abajo
como los huesos de los mártires que sólo han servido para hacer dados para jugar.
Fritz Mauthner.


La trayectoria artística de Patricio Curihual puede ser comparada con la frondosa imagen de un árbol. La versatilidad, la constante reinvención de sus propósitos conceptuales y una inusitada capacidad de convocar e integrar a distintos actores que colaboran y, en muchos casos, componen la propia obra, son algunos de los rasgos que sobresalen de su trabajo como nudos de un tronco axial.
Lo anterior toma cuerpo y concreción en la serie de obras que el autor titula La Rebelión de los Peluches. A partir de un sustrato común: el entierro y desentierro de los peluches, su autor irá hilvanando una serie de eventos y personajes que, a la manera del follaje vegetal, cobrarán insólitos modos y formas desplegadas en una temporalidad de contornos indefinibles. No obstante, el contexto y la caracterización de los personajes y eventos, resuenan con potencia en el imaginario del espectador.
Como ha comentado el autor, una de las intenciones fundamentales de su obra tiene relación con la observación de lo humano. Este carácter antropológico contrasta de manera sustancial con el tratamiento de los personajes y las situaciones a las cuales éstos son expuestos. La obra de Curihual, en su esencia, adquiere la apariencia de lo extremo. Lo familiar, a través de la manipulación más o menos conciente de elementos y técnicas tradicionales de la dimensión estética - fotografía, performance, instalación y una apropiación del discurso gráfico del cómix-, queda travestido por otra realidad, rica, frondosa, que toma la apariencia de lo no familiar, lo raro, lo insólito. Las consecuencias que acarrea el actuar de los personajes, quedan siempre en el borde, en lo extremo de una realidad creada a partir de su verosimilitud.
Ejemplo de esto son los marcados rasgos que perfila a la serie de personajes indicados con el antepuesto de “mister”: Mr. Jugo, Mr Celco, Mr. Cúrcuma, Mr. Estúpido; el asombroso comportamiento de personajes tan carismáticos y extrovertidos como la Madre, Cariños Plásticos, el Golpeado, las Rubias, el Pilucho, el Asexuado, los Hombres Verdes, los Hombres Rojos, el Hombre Amarillo. Todos estos, bajo la mirada atenta de su creador, configuran un mundo que choca con este mundo. Encuentro y desencuentro de realidades. La modelación y plasmación de sus personajes, le pertenece en gran medida a su espectador. A la manera de una máquina escaneadora, Curihual logra desmantelar la forma que adquieren las relaciones de tipo socio-eróticas, denunciar lo absurdo y lo ridículo de lo llamado “real”, evidenciar el dispositivo manipulatorio e instrumental de una manera de entender las relaciones vinculares y afectivas de un determinado sector de la sociedad. Esnobismo, cinismo, impostura, simulación, miseria, en suma, la falsedad y apariencia que determinado segmento de la sociedad imprime como “lo normal”, “lo formal” y “lo establecido”.
La acción estética de Curihual, en cuanto a su actividad, se manifiesta en variadas líneas de expresión que, de acuerdo a los casos, se afirman en lo transdisciplinario y en una suerte de política de integración que el artista concibe como mecanismo de creación. Fotógrafos, pintores, músicos, poetas, estudiantes, trabajadores de los más diversos rubros, componen la red de apoyo y participación que, generalmente, requiere la concreción de los objetivos proyectados por el artista. La ciudad de Valdivia queda inscrita como escenario, taller y valla anti-publicitaria. Al contrario de los discursos hegemónicos progresistas y “desarrollistas” promovidos por la oficialidad, el sentido común, la opinión pública, el “buen vecino”, y todo el aparataje reproductor de un tipo de realidad, la obra de Curihual se levanta y emplaza como destructor de lo irremediable.
La realidad de “la Rebelión” es de una consistencia tamizada, cernida por la manipulación de su creador. Sus criaturas, modelos de comportamiento no ejemplares, irrumpen en la cotidianidad y lo ordinario de las existencias ciudadanas. La realidad puede ser más “chillona”, sobrecargada y aplastante de lo que su apariencia desea revelar. La realidad es sacrificada por su doble. La argucia de su creador radica en lo proteico.[1] Su creador no sólo dota a sus criaturas de poderes transformativos, sino que dicen lo que será realidad. Sacrificar la realidad para recuperarla: epitafio que exuda sentido en un mundo que parece arrancarlo y suplantarlo por su apariencia.

Matías Uribe
[1] Proteo, dios de la mitología griega, hijo de Poseidón, tenía la capacidad de cambiar de forma y predecir el porvenir.