miércoles, 31 de diciembre de 2008

CAPSULITA X - LO PERECEDERO DE FREUD


Hace algún tiempo me paseaba yo por una florida campiña estival, en compañía de un amigo taciturno y de un joven pero ya célebre poeta [*] que admiraba la belleza de la naturaleza circundante, mas sin poder solazarse con ella, pues le preocupaba la idea de que todo ese esplendor estaba condenado a perecer, de que ya en el invierno venidero habría desaparecido, como toda belleza humana y como todo lo bello y noble que el hombre haya creado y pudiera crear. Cuanto habría amado y admirado, de no mediar esta circunstancia, parecíale carente de valor por el destino de perecer a que estaba condenado.
Sabemos que esta preocupación por el carácter perecedero de lo bello y perfecto puede originar dos tendencias psíquicas distintas. Una conduce al amargado hastío del mundo que sentía el joven poeta; la otra, a la rebeldía contra esa pretendida fatalidad. ¡No! ¡Es imposible que todo ese esplendor de la Naturaleza y del arte, de nuestro mundo sentimental y del mundo exterior, realmente esté condenado a desaparecer en la nada! Creerlo sería demasiado insensato y sacrílego. Todo eso ha de poder subsistir en alguna forma, sustraído a cuanto influjo amenace aniquilarlo.

Mas esta pretensión de eternidad traiciona demasiado claramente su filiación de nuestros deseos como para que pueda pretender se le conceda valía de realidad. También lo que resulta doloroso puede ser cierto; por eso no pude decidirme a refutar la generalidad de lo perecedero ni a imponer una excepción para lo bello y lo perfecto. En cambio, le negué al poeta pesimista que el carácter perecedero de lo bello involucrase su desvalorización.
Por el contrario, ¡es un incremento de su valor! La cualidad de perecedero comporta un valor de rareza en el tiempo. Las limitadas posibilidades de gozarlo lo tornan tanto más precioso. Manifesté, pues, mi incomprensión de que la caducidad de la belleza hubiera de enturbiar el goce que nos proporciona. En cuanto a lo bello de la Naturaleza, renace luego de cada destrucción invernal, y este renacimiento bien puede considerarse eterno en comparación con el plazo de nuestra propia vida. En el curso de nuestra existencia vemos agotarse para siempre la belleza del humano rostro y cuerpo, mas esta fugacidad agrega a sus encantos uno nuevo. Una flor no nos parece menos espléndida porque sus pétalos sólo estén lozanos durante una noche. Tampoco logré comprender por qué la limitación en el tiempo habría de menoscabar la perfección y belleza de la obra artística o de la producción intelectual. Llegue una época en la cual queden reducidos a polvo los cuadros y las estatuas que hoy admiramos: sucédanos una generación de seres que ya no comprendan las obras de nuestros poetas y pensadores; ocurra aun una era geológica que vea enmudecida toda vida en la tierra…, no importa; el valor de cuanto bello y perfecto existe sólo reside en su importancia para nuestra percepción; no es menester que la sobreviva y, en consecuencia, es independiente de su perduración en el tiempo. Extracto del texto Lo Perecedero, escrito en 1915 (1916) por Sigmund Freud.

viernes, 19 de diciembre de 2008

ERIK SATIE: A LAS PUERTAS DEL ABSURDO

Vine al mundo muy joven,
en una época muy vieja.
E. Satie

Me agrada oír el canto de las cosas.
Si las tocáis: están inertes, mudas.
Vosotros las matáis.
R.M. Rilke


Erik Satie nació en 1866. Estudió solamente un año en el Conservatorio de París. En 1888 comenzó a trabajar en el cabaret Chat Noir (Gato Negro) en Montmartre, París. Ese mismo año escribiría las obras por las cuales más se le conoce: 3 Gymnopédies, para piano, cuyo nombre rememoran las lentas danzas atléticas de la Grecia Antigua. En 1897 completará las 6 Gnossiennes, también para piano. Entre 1905 y 1908 vuelve a estudiar, ahora en la Schola Cantorum, donde tiene como profesores a Vincent d’Indy (1851-1931) y Albert Roussel (1869-1937). En 1915 conoce al poeta, novelista y libretista Jean Cocteau (1889-1963) con quien elaborará una de sus obras más influyentes: Parade, ballet con orquesta, motor de avión, máquina de escribir, sirena y silbatos de buque a vapor. Murió en 1925.
A Satie se le considera como un compositor sin parangones ni influencias. Un género en sí mismo. Con esto anunció la particularidad e individualidad que caracterizarían a muchas generaciones de artistas que sobrevendrían con el siglo XX. Su influencia es tan intensa que logra intervenir en sus dos grandes contemporáneos: Debussy (1862-1918) y Ravel (1875-1937). Por otro lado, será la piedra angular y el referente obligado de toda una generación de músicos que ocuparán la escena desde la tercera década del siglo XX: Francis Poulenc (1899-1963), Darius Milhaud (1892-1974), Arthur Honegger (1892-1955), Georges Auric (1899-1983) y en compositores norteamericanos como Aaron Copland (1900-1990), Virgil Thomson (1896-1989) y John Cage (1912-1992).
La obra de Satie, en su mayoría para piano, está llena de piezas cuyos títulos despertaron tempranamente el interés y la admiración de sus oyentes, tanto por su originalidad como por la excentricidad de éstos. Este hecho generaría la fama de “extravagante” y “humorista” que el compositor, al parecer, deseaba provocar. Tres trozos en forma de pera (que en realidad son seis piezas), Embriones desecados, Nuevas piezas frías, Arias que hacen huir, Danzas de través, En hábito de caballo, Fuga a tientas, Sonatina burocrática y Preludios flacos para un perro, son algunos de los títulos de los cuales está repleto su repertorio.
Bajo otra faceta, su obra se cubre de un recurrente misticismo. De hecho participa activamente, desde 1891 en la secta cristiana mística de los Rosacruces. Esto le impulsará a crear varias de sus obras en un estilo que rememora la época gótica y el estilo medieval. Bajo una escritura musical basada en la numerología y la cábala, Satie desarrollará gran parte de su trabajo para piano como: Danzas góticas, Ojivas, Sonneries de la Rose-Croix, entre otras.

Si por definición entendemos por excéntrico aquello que está lejos de un centro, encontraremos que tal calificativo apela directamente al carácter general de la obra y figura del compositor. En efecto, lo “impresionista” de la música de Satie radica, en gran parte, en esta cualidad de su estilo. Si hiciéramos una especie de paralelo con el trabajo pictórico de la última cuarta parte de la historia europea, encontraremos que los primeros años del movimiento impresionista francés estaría caracterizado, justamente, por este rasgo. Tanto en los motivos: personas y personajes relacionados con la vida “marginal” de la expansiva urbe; tanto como en las técnicas: el trazo, la coloratura y en varios otros aspectos que se apartan del academicismo conservador y centralizador; nos damos cuenta que Satie cumple, en lo musical, con estos dos alcances.
Por un lado, lo excéntrico de los motivos, es decir, su música parece apartarse por completo de las imponentes y, hasta cierto punto, megalómanas composiciones tanto de sus antecesores como de sus coetáneos: las grandes óperas de Wagner y la sofisticación de la orquesta raveliana. Satie parece decirnos que para escuchar verdaderamente hay que apartarse de la estrepitosa y aplastante estructura orquestal que produce una “masa” sonora. Éstas han de ser tan “pesadas”, que son capaces de exterminar aquella sensibilidad que tanto a caracterizado el acto de escuchar. Los motivos de Satie son simples, lo mismo que sus técnicas: su obra esta compuesta, en su mayoría, para piano solo, ahorrando, en lo material del pentagrama, cualquier recurso que esté de sobra, para el caso de que la composición intente expresar un determinado y exclusivo momento, el que, generalmente, estará conectado a una interioridad que vive de su reflexión y su raro divagar.
Con la música de Satie asistimos, por una parte, a un influjo de melodías y acordes que van en estrecha relación con el carácter místico y excéntrico que acabamos de mencionar; no obstante, el otro lado de su obra despierta en el oyente una apertura hacia la dimensión de lo cotidiano. Es, justamente, otro paralelo que lo situaría con la realidad de los impresionistas, ya que la simpleza melódica, los tranquilos bloques de acordes que se mueven de una manera lenta y extraña, colocan al oyente en una especie de atmósfera alejada de las grandes y pesadas masas sonoras que, hasta ese momento, solían caracterizar la escena musical de los conciertos.

Es tal el punto de sencillez y economía de los medios formales, que su música llega al borde de los márgenes de lo que hablábamos. Al presentar un acorde libre de todo acompañamiento o la reiteración de éstos, se suele llegar a una especie de “perdida de sentido” del hecho musical al que se está asistiendo. El proceso creador del compositor y del intérprete queda, de alguna manera, “desnudo”. Es decir, el hecho de componer queda un tanto desmitificado, generando, no ya por lo que se oye, sino por el cómo se le oye, compone e interpreta, una cualidad “liberadora”, en el sentido de que lo que entendemos por “obra para piano” no es lo que solíamos concebir: algo rígido, cerrado, perfecto; sino todo lo contrario o, cuando menos, diferente.
El que Satie haya “liberado a la música francesa de la pesadez germánica” (Gray: 1995), fue algo que agradecieron mucho sus contemporáneos - Debussy y Ravel. Sin embargo, fueron los que nombrábamos en un comienzo los que elevarían su música a la categoría de “culto”. No obstante, debido a esta cualidad que recién mencionamos – su cercanía con el lado absurdo del hecho artístico – su figura y su música encontrarían eco y material inspirador para nuevos movimientos y artistas que remecerían el mundo de comienzos de primer cuarto del siglo XX: el dadaismo y el surrealismo
[1].
Cuando nos detenemos a escuchar una obra de Satie, como las seis Gnossiennes para piano, completadas en 1890
[2], lo que resalta inmediatamente de ellas es su marcado carácter reflexivo. Una lentitud extática, una progresión moderada y lenta que nos sumerge en un estado casi espectral. Una liviandad que no tiene nada que ver con lo superficial en el sentido de algo frívolo, sino que parece acariciar muy en el margen lo extrañamente profundo. Es algo así como el acto heroico de contemplar un desastre desde la periferia sin exponer la integridad, la cual sería absorbida, inmediatamente, por la voracidad de su centro en cuanto tal pasividad se desvaneciera. Las Gnossiennes parecen “hablar” de un mundo atomizado, más no completamente destruido; de una poesía en la que los hombres vivían, pero de la que no se dieron cuenta que existía. De tal forma que la música parece vivir en los silencios de la pieza, más que en la progresión armónica, los acordes y sus melodías.
El título de esta obra no es muy clarificador en el sentido antes mencionado, ya que se ha dicho que el origen de su nombre es incierto. Se ha hablado igualmente de una conexión con el palacio de Cnossos, lugar mítico del periodo arcaico griego, donde Teseo habría de recorrer su laberinto para matar al minotauro atrapado en su centro. Su partitura incluye una serie de extrañas marcas que indican las formas que debe adoptar el intérprete en el momento de la ejecución de la pieza, pero más allá de esto, el completo misterio.
Sin duda que el carácter general de esta obra de Satie está muy relacionado con el misterio que resulta encontrar un sentido. Es frecuente hallar afinidad o gozo auditivo con las piezas, por su liviandad, simpleza y armonía; pero, precisar el por qué de esta atracción es algo difuso
[3], incluso, se diría que parece una operación inútil. La conexión del sentido que Satie imprime en el carácter general de su obra con la de una condición moderna, se relaciona mucho con aquella imposibilidad de poder definir, justamente, una condición a partir de ella. La pérdida de sentido, a su vez, está muy relacionada con aquel gasto inútil de esfuerzo por encontrar una causalidad, una lógica en el actuar, en el ser cotidiano. Un poco más tarde entenderíamos como absurdo a tal manera de enfrentar la radicalidad de los hechos.
El absurdo es entendido como todo hecho repugnante a la razón. Con mayor o menor justificación, el músico parece adoptar, con mucha antelación, el carácter absurdo de una realidad que trataba de mostrarse como una mayoría. La Primera y Segunda Guerra Mundial desatarían secuelas y traumas a un nivel cultural generalizado, poniendo en entredicho el pretendido progreso y la evolución de una especie humana “racional” y consciente de sus actos. Al igual que la obra de muchos escritores considerados modernos, es decir, cuando se plantea que la lectura más profunda se ha de realizar “entre líneas”, se diría que la música de Satie habría que buscarla en eso que no se hace audible con las notas, las armonías o la tonalidad, sino en aquello que parece ser en su silencio.


Para la apreciación de estas obras se recomienda la interpretación de Reinbert de Leeuw al piano: Gymnopédies N° 1, 2 y 3; Gnossiennes N° 1, 2, 3, 4 y 5.
Por el momento, quedan invitados a ver a un interprete de la red que responde al nombre de “Klangzauberer” (canal youtube). Deliciosa interpretación cargada de intimidad y lo que, el interprete llama, profundidad.
[1] Tanto el dadaismo como el surrealismo nacen, como movimientos estéticos, de una necesidad colectiva que tenía como premisas unirse a una protesta nihilista contra la totalidad de los aspectos de la cultura occidental; en especial, contra el militarismo que antecede y sucede a la Primera Gran Guerra. A la desaprobación de todos los valores sociales y estéticos del momento, se le sumaba un rechazo a todo tipo de codificaciones, así como una exaltación de la actividad imaginativa y de los procesos creativos del inconsciente.
[2] Las primeras tres fueron escritas en 1890, la cuarta fue completada en 1891, la quinta en 1889 y la sexta en 1897.
[3] Podríamos hablar en este aspecto de cualquier pieza en términos generales, sin embargo, aludimos aquí a sus rasgos formales en extremo simples, en una época en que lo usual era componer y presentar “obras de arte” musicales que se caracterizaban por su complejidad y sofisticación.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Capsulita IX: Kafka medita


109. No se puede decir que nos falte fe. Sólo la sencilla realidad de nuestra vida no se puede agotar en su valor de fe. ¿Aquí sería valor de la fe? No se puede no-vivir. Justo en ese “no se puede no” se esconde la demencial fuerza de la fe; en esta unión recibe forma.
No es necesario que te vayas de la casa. Quédate en tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera tan sólo. Ni siquiera esperes, estate completamente callado y solo. El mundo se te ofrecerá para desenmascararlo, no puede hacer otra cosa, extasiado se retorcerá ante ti.

domingo, 7 de diciembre de 2008

Capsulita VIII: De ser ¿Dónde?


Cuando Pascal dice: “¡Oh, hombre soberbio!, que buscas cuál es tu condición verdadera valiéndote de la razón natural… Conoce, hombre soberbio, que paradoja eres para ti mismo. Humíllate razón impotente; calla, naturaleza imbécil; aprende que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre y escucha de tu maestro tu condición verdadera, que tú ignoras.”; aunque haga referencia a la divinidad – a continuación de esta referencia de Pensées, cap. X, sec. 1 – parece tener un desarrollo, siglos más tarde, bajo la implacable pluma de Finkielkraut - y luego de varios holocaustos - donde dice: “Que el hombre se esconda como un gusano en los pliegues de la tierra desnuda ante los tentáculos sibilantes de la muerte ciega y despiadada, que pueda sentir ahí, con toda su violencia inexorable, lo que no suele sentir jamás: que su yo se convertiría en una cosa si muriera, y que cada uno de los gritos contenidos en su garganta pueda proclamar su Yo en contra de lo despiadado que le amenaza con este aniquilamiento inimaginable […] ante toda esta miseria, la filosofía sonríe con su vana sonrisa.”
¿Cómo pensar, imaginar o crear un futuro que fue más allá de todo orden humano, de todo acto destructor? El eco de Pascal palidece, aún más, ante tamaña historia. El hombre no sólo sobrepasa infinitamente al hombre, sino que de lo ensordecedoramente atronador de su extinción, todavía oímos a Badieu: “El hombre es indestructible, porque su destrucción es infinita.”

¿Qué más tendría que ocurrir? ¿Si para el primero, esta criatura que somos tiene posibilidad de redención, para el segundo el castigo implacable a una conciencia - suponiendo que la hubiera - y para el último, la inenarrable condición de una entidad completamente ajena y extraña a todo lo anterior, suponen la desaparición de la referencia? Primero: ¿hay hombre? Segundo, de ser positiva la respuesta: ¿dónde encontrarlo?