jueves, 26 de noviembre de 2009

EL DESEO, LA MADRE Y ELLO


Lo reprimido es (…)
el prototipo de lo inconsciente.

S.F.

Cuando el artista Patricio Curihual (Proteo, Zapato, Wlachinsky, para los amigos), decide dirigir en intervención y performance a dos colaboradores (el hijo y la madre), en lo que él ha llamado El deseo de mi madre según un pollo, elabora lo que se ha venido desarrollando en Gabriel Alejandro y su mamá y la saga de Rodrigo Romano (R.R.) - ambos de 2008-2009 - correspondientes al segmento Destrucción de la Familia. Esta insólita parte del friso, que compone la totalidad de su último decenio de trabajo, señala un punto de rutina consciente. No hay transgresión. Por el contrario, sus modelos, motivos y acciones adscriben a subrayar su “clásico” carácter escatológico-destructivo, que ha distinguido su accionar en la escena austral.
Ello se manifiesta de forma “clásica” en un doble sentido: en cuanto resabio freudiano y como pronombre neutro de la tercera persona (“eso”, “lo”). A pesar de esta ambivalencia, ambos términos coinciden en un mismo punto: manifestación de una categoría identitaria que reposa sobre lo yeta.
Para la decantación del Edipo que habita en cada uno, Curihual desprende una triada de personajes, elementos y estructura textual (madre, hijo, pollo y tres párrafos), que tienen como sustrato la intención de calmar una pulsión elemental (el hambre), mediante eventos lascivos e incestuosos que, como se ven, recurren a lo límbico, primigenio, innato, del acto ritual sacramental: orina roja sobre la boca de lo materno. Virgen madre, hijo sacrificado, hostia (víctima del sacrificio: pollo santo). Con esto, la operación curihualesca permite la liberación de una agresión desorganizada en un suntuoso vía crucis, que tiene como objetivo la descarga-micción del rojo sacramental sobre las fauces devoradoras de lo materno.
En otro aspecto, el proceso de intervención y performance recurre a elementos de la tradición estética “clásica” del mundo occidental: el Stabat Mater (1736) de Pergolesi y el Dum Sigillum (h. 1200) de Perotin, en lo musical. La Piedad (h. 1460) de Giovanni Bellini, La Virgen y el Niño (h. 1451) de Fouquet y un ícono bizantino anónimo del siglo IX, en lo que corresponde a la iconografía pictórica. Bajo esta falsa apariencia de tradición pre-moderna occidental, el artista parece desear transmutar los valores de normalidad a los de espanto, hedor y estupor. La madre dolorosa, el hijo tullido, el papel de servir - como se sirve, limpia, barre y trabaja en lo doméstico – trasuntan en una ineluctable ausencia. La de un lugar ajeno, extraño, no familiar (unheimlich), pero de cuya existencia se intuye lo áspero, lo feo, lo estanco, lo repudiado y lo estéril.
Es, guardando las proporciones geográficas en un todo, el territorio que subyace a toda existencia social bajo la forma de un imago desiderativo: un país yeta. Imagen, símbolo, huella de lo obtuso, de lo catastrófico-mortecino, de lo tenebroso-ortopédico, la flor negra de la pestilencia. Un territorio así no puede producir otra cosa más que un tipo de escritura: la poesía yeta.
El mundo-país de Curihual parece aludir a ese lugar en donde lo insólito y sardónico rigen el orden perverso de sus costumbres e historia. Como en Cacania (literatura de ocaso del Imperio en el finis austriae, cuyo ejemplo paradigmático es El Hombre sin Atributos de Musil) o Locagonia (el país de la locura adonde se dirigía la nave que pintara El Bosco), lo que se cultiva en ese territorio parece ser la hostilidad y el odio secreto hacia el (lo) otro, hacia el vecino, en el caso del barrio chileno. Dentro y fuera del portentoso límite que llamamos cordillera. En lo interno, la evidencia de esto sería el feliz periodo vivido entre 1973 a 1990, que tiene su alegre extensión desde 1991 a la fecha. Un territorio-proyecto-país donde sus poetas no se matan, se les suicida o se les cortan las manos para que no continúen con su afán de escribir o tomar la guitarra. En ese universo curihualesco el habitante hace de su vivir un desvivirse. Una especie de vida cotidiana y rutinaria donde cada acto es un apresto para la producción de un humus fértil en donde brotará la semilla de lo yeta.
País yeta, donde lo sur - esa encarnación viva de la expresión anquilosada que, como en las películas siniestras de la modernidad tardía, es asechada e inundada por un estrato gris permanente - profiere su alarido aporético en medio de un estado que se hunde en las entrañas de la fomedad y el vivir en estado cero.
País yeta, en el que, bajo otros nombres y expresiones, la satrapía intelectual y cultural re-produce – como en esos aparatos de moler grano – la semilla anquilosada de una condición, que convertida en polvo homogéneo y estéril, se vende (como “la pescada”) bajo la etiqueta de MÁS CULTURA.
Una belleza tornasolada se asoma bajo la obra de Curihual. Es el brillo de la descomposición que inunda con fatalidad, con juicio insano, aquello que se eleva a categoría sacra, a maternidad, fundamento, arché del infierno reproductor de lo social chilensis.
Todo el despliegue de su imaginario (no sólo es el caso de esta actividad) deviene en un “nosotros” agónico. Es parte de ese tejido de consistencia pantanosa, de humedal, de gualve, de materia escatológica, infecta y fecunda, en la cual resalta, volviendo al tema central, lo edípico lascivo. Ello devora, ello caga, ello mea, ello fornica con la propia madre. Madre tierra, madre santa, madre patria. En suma, ello en cuanto “lo” deviene yeta.
El existir del ello-país-yeta, conforme a la estética de nuestro artista, exige la transformación de lo normal-aparente en monstruosidad. En una teratocracia como ésta lo adecuado es esta especie de transustancialización de la propia condición. Al igual que en ese "devenir Cisarro" (otro Edipo devorado por la pulsión interina), lo yeta engendra su propio devenir: el yetismo. El resultado: un país de yetas. En él brota, emerge y se desarrolla la inmovilidad, la desertificación, lo lisiado, lo tullido, la lenta destrucción bajo la apariencia de lo medio-estable. País Cisarro, donde el yetismo perenne emerge en su lento devenir desgarrado.
Bajo el signo del yetismo, esa no-finalidad hecha carne, ese margen nuclear húmedo y catastrófico, la luz negra intensa de nuestro artista refulge en variaciones de lo anquilosado, de lo momio, de la no-alternativa. En el ello-país-yeta no existen las “elecciones”, se impone la dictadura de lo normal-aparente, la ética del “buen vecino”, de lo-eso que exige más seguridad, más protección, más educación, más cultura, más cariño maternal.
En el amanecer infernal de una primavera corroída por la fuliginosa materia del humedal, el acto de nuestro artista se emplaza como un gusano que se restriega en la herida malsana. De su labor, olor y micción, se desprende una poética tradicional que exige aquello que antaño hicieran “los sacrificados”. Una instigación a cantar por lo enfermo, lo estanco y lo agonizante.
¡Ay, de aquel ilustrado incauto que no lea los síntomas ni los signos!: Lo que ello no perdona es el saberse no poseído.
Que lo yeta os acompañe.

Matías Uribe – primavera-invierno de 2009.

lunes, 23 de noviembre de 2009

S T A B A T M A T E R

Lo que ello no perdona
es el saberse

no poseído


viernes, 13 de noviembre de 2009

EL PENSAMIENTO



Es un error suponer que la verdad de una teoría es lo mismo que su fecundidad. Muchos, sin embargo, parecen pensar exactamente lo contrario. Creen que una teoría tiene tan poca necesidad de encontrar su aplicación en el pensamiento que, en general, es mejor que prescinda de ello. Toman toda afirmación en el sentido de una profesión de fe definitiva, de una orden o de un tabú. Quieren someterse a la idea como a un dios, o bien la atacan como a un ídolo. No tienen libertad frente a ella. Pero es esencial a la verdad el estar presente como sujeto activo. Uno puede oír proposiciones que en sí son verdaderas, pero sólo captará su verdad pensando y repensando en ellas.
Ese fetichismo se expresa hoy en forma extrema. Se es llamado a rendir cuentas del pensamiento como si éste fuese directamente la praxis. No sólo la palabra que busca atacar el poder, sino también aquella otra que se mueve a tientas, experimentando, jugando con las posibilidades del error, resulta simplemente por eso intolerable. Pero ser incompleto y saberlo es también la señal del pensamiento, y justamente de ese pensamiento con el que vale la pena morir. La tesis según la cual la verdad es el todo se revela como idéntica a su opuesta, según la cual la verdad sólo existe como parte. La excusa más miserable que los intelectuales han podido encontrar para los verdugos – y en el siglo pasado no han estado, al respecto, con las manos quietas – es la de que el pensamiento de la víctima, por el que esta fue asesinada, había sido un error.