viernes, 28 de noviembre de 2008

EL HOMBRE-OTRO DE COLECCIÓN




EL HOMBRE-OTRO DE COLECCIÓN

Mientras que los hombres aparentemente dotados de atributos
se aferran a puntos de referencia sólidos que les ayudan
a mantener un rumbo estable, el hombre-otro renuncia a ese lastre
y asume un estado de permanente provisionalidad.

Casals en Afinidades Vienesas.

Más que una selección y menos que un compendio, Colección es, como lo ha revelado su autor, Rodrigo Landaeta, el intento de reafirmar el valor que tiene aquella misma idea. Se suele decir que una colección de poemas o de cuentos no tienen la suficiente organicidad, unidad temática, en definitiva, formalidad, para ser considerada una obra. Aquí se tienta – el lector decidirá – realizar una operación que desmitifica lo que podría ser un mero pre-juicio o, por lo menos, contradecir la idea de colección facticia, es decir, la hecha con cosas unidas arbitrariamente y no por una relación natural existente entre ellas.
Por otro lado, el hablante de Colección tiene un antecesor: el Hombre de Guayaquil. Si en Guayaquil el perfil del anthropos que ahí habita es de una textura amable, ribereña, de contornos definidos por su afinidad con el “perdedor”, loser o wes-wes mapuche, el de Colección difiere por su carácter demoledoramente híbrido.
Por una indefinición que parece ser el plan de alguna entidad que pretende escabullirse en los intersticios de una poética anómala, de mixturas desechadas y una observación de lo humano que no impide el ser irónico con la misma condición, el anthropos de Colección se torna, a ratos, inadmisible para el lector que no reúne, ni junta datos de lo poético balneario. Es decir, alguien que “no pega ni junta” – como ser ajeno al lugar.
Pese a esto, la reminiscencia con la actividad del infante ochentero no deja de ser una evidencia de esto último: el niño junta láminas y las pega en su álbum, en su co-lección. En este recorrido irá develando los inusitados aspectos de un ente, un hablante, un pensante que refiere a un sí mismo, pero como si mirase a la lejanía. Como si todas las figuras del cuadernillo fueran una sola y misma cosa.
Landaeta, el poeta del litoral, apuesta por una coherencia esquiva, pero, a ratos, precisa para llegar a una categoría remota, podríamos decir, como esa raya que cercena el cielo y el mar de un horizonte costero. Me refiero a la noción de hombre-otro.
Si bien es cierto, la relación del sí mismo con una alteridad es ya un tópico viejo de la tradición artística occidental: el alter-ego, el doppelgänger (traducido del alemán como el “otro andante” o el que camina con el yo), el otro yo, cuando el yo es otro, el doble y, más caricaturizado en la novela de Robert Louise Stevenson, basado en un personaje de Hoffmann, Jekill y Hyde, que presenta el caso de un doble malvado; o, incluso, en el psicoanalítico fenómeno de la bilocación (estar en dos partes a la vez); ni hablar de las posibilidades teóricas desprendidas del estudio antropológico, basado en exclusiva en la relación con el “otro”; en la alteridad del anthropos de Colección se perfila, nuevamente, un contorno especial y particular.
Basta con iniciar su lectura para percatarse del carácter contemplativo de esta alteridad. El texto comienza con el poema titulado el Pato Yeco. Pato yeco es otra manera de nombrar al cuervo de mar, o cuervo de río, también conocido con el nombre de cormorán. Ave de conducta apacible, a ratos convulsa, suele reposar en las rocas de alguna playa secando sus alas extendidas al sol, mirando, generalmente, hacia la lejanía y alterado de vez en cuando por los sucesos que se dan junto a la costa. Podríamos decir que se trata de una entidad “mirona”, la que allí se aloja. El pato yeco, el pato inca, el tordo y el treile, son animales conocidos del que deambula por la zona costera. Se podría decir, así mismo, que el hombre-otro parece alimentarse de esta alteridad animal.
Por otra parte, si revisamos someramente, casi como al pasar, las páginas de Colección, podremos corroborar el producto de aquella contemplación y de las actividades de lo otro, del otro y de “este otro”. Cito: “absorbiendo el aire, el agua y la luz, gratuitamente” “Es un truco de la nada tenernos parados frente al mar”, “Indagas la profundidad de la pisada y su forma, del modo que lo haría un espía de balnearios.” “Habitando un invernadero antiguo entre las demás especies.” “Los embarga un fatal aburrimiento de la vida”; y otras por el estilo, dan noticias de su actividad en ese mundo.
Desde las cualidades interinas del hombre-otro, destaca por sobre todo una tendencia compulsiva a la desintegración, a un componente escatológico que, sin embargo, nunca llega del todo. Como si en el hacerse otro existiera una aspiración última: la de desaparecer como espectador. Cito: “Nada lo atrae tanto como desaparecer/cuando la muerte se avecina, gusta de los disfraces y las bebidas/que lo conviertan en otro”, “Sentado imaginarás/el lugar, el humo, la niebla, la descomposición del alma”, “Bajo órdenes demiurgas/concedo a la música hacer de mi/la desintegración.” Y más explícitamente: “pero allí estás – potestad escatológica – como señal del obituario ajeno” (ajeno=léase: otro) o, por último: “Diría incluso que no existo/que soy una ilusión óptica de otro”.
Por lo bajo de mis especulaciones, intuyo que este hombre-otro que habita el universo de Colección, al igual que aquellas figuritas de forma humana que son parte de un juego de familia o de salón, aquellos soldaditos que corren ocupando casilleros, calza en el juego cruzado de lo que da título al texto: un figurilla de colección, posibilidades de lo humano, abanico de anthropos.
El hombre-otro visto a la oscuridad que arroja el texto de Landaeta, se perfila como un ser disponible y del que nunca se podrá decir que ha llegado. Está “siempre como en camino”. Desprendido del mundo y resistiendo a la madurez. Con esta base, se podría decir que el hombre-otro se siente como un paso libre para dirigirse a cualquier dirección. Está exento de aquella noción de responsable. Estabilidad, profesión, carácter son para él nociones que transparentan aquello que será: calavera, polvo, nada. Su vida, no obstante, se rige por principios interinos, dijéramos viscerales, no ya “tripales”, por no decir, “mondongales”.
Una vida sin forma, muy cerca de la vida cero, del ciudadano de baja intensidad (para citar a otro-hombre-otro), esa ineluctable manera de no ser uno si no siempre el otro, percibir los propios cambios como condición necesaria de ser pasadizo, vía, “en camino”, pero nunca siendo en lo concreto. Una no-forma antropológica que vive en lo transitorio, lo discontinuo, en la infidelidad al “deber ser”. Una entidad reificada, donde se confunde el ser con el parecer ese otro que intentó ser el hombre, pero que nunca lo consigue, pues es la condición para ser eso que, justamente, llamamos hombre-otro.
El hombre de Guayaquil, eclipsado por este hombre-otro, es reemplazado por éste, como una pieza de ludo, para convertirse en el emblema de una transición hacia los nuevos modos posibles de ser hombre.
Vaya mi abrazo fraternal a tan noble intento.

Matías Uribe – V a l d i v i a - primaveradedosmilocho

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