miércoles, 7 de enero de 2009

DESTRUCCIÓN Y ARTIFICIO EN "LA VALSE" DE MAURICE RAVEL

En el arte la sinceridad es odiosa.

Maurice Ravel

Maurice Ravel nace en el sur de Francia, cerca de la frontera con España, en 1875. Comienza a tocar piano a los seis años. Ingresa al Conservatorio de París a los catorce, donde estudiará dieciséis años. En este periodo concebirá sus primeras obras: Shéhérazade, para voz femenina y orquesta, mucha música para piano, dentro de las cuales se pueden nombrar la Pavana para una Infante Difunta (1899 para piano, orquestada en 1910), Juegos de Agua, Espejos (cinco piezas para piano), una Sonatina y su único cuarteto de cuerdas. Luego de su retiro del conservatorio vendrá su etapa más fecunda: Trío para piano, Rapsodia Española (el tercer movimiento fue creado en 1895, los otros tres en 1907), Alborada del Gracioso (1905 para piano, 1918 para orquesta), Gaspard de la Nuit, la Suite de Mi Madre la Oca (1910), una ópera, La Hora Española, Los Valses Nobles y Sentimentales (1911, originalmente para piano, orquestada en 1912) y Daphnis y Chloe (1912), compuesto para el ballet ruso de Diaghilev.
Una vez comenzada la guerra, Ravel se alista en el ejército hasta que es retirado por problemas de salud física y mental. Comienza así un tercer periodo de composición en el que destaca Le tombeau de Couperin (1917), obras para piano que homenajean el pasado de la música francesa. A la muerte de Debussy (1917) el compositor realizará un tributo: Le Tombeau de Claude Debussy para violín y cello. Luego vendría La Valse (1920 originalmente para dos pianos) para ser representada en ballet, pero que más tarde se interpretaría como una obra sinfónica; posteriormente, L’Enfant et les Sortiléges, una fantasía lírica, Menuet antique, Tzigane (1924), para violín y orquesta, música de cámara, canciones y el popular Bolero (1928). En 1931 compondrá sus dos conciertos para piano: el Concierto en Re mayor, Para la Mano Izquierda y el Concierto en Sol mayor.

Maurice Ravel muere en París el 28 de diciembre de 1937, producto de una enfermedad al sistema nervioso.
Hablar de Maurice Ravel como compositor es hacerlo en torno a su fuerte carácter “artificioso”, a su brillantez como orquestador y a su gran actividad creativa en el ámbito de la revolución musical que se planteaba a fines del siglo XIX y comienzos del XX.
Ravel abrazaría la artificialidad como principio estético. De hecho era un ferviente creyente del control, lo cual involucraba una negación de los sentimientos personales. Un amigo del compositor decía de éste: “…todo en él demuestra su deseo de borrarse y de no confiar nada. Prefería ser tomado por insensible antes que revelar sus sentimientos.” (Kramer: 1993). Ravel era profundamente consciente de la artificialidad de la creación musical y era un convencido de aquella moral estética que separa el arte de la vida. Para él la composición era un proceso desconectado y aislado. Su énfasis apuntaba siempre al perfeccionamiento de la técnica en lugar de los contenidos implícitos de la obra. Sin duda que la precisión era el rasgo más evidente que podía resaltar en su personalidad compositiva. Igor Strawinsky lo llamaría el “relojero suizo”, mientras que a él mismo le placía la comparación que normalmente le hacían con la figura del artesano. No era capaz de presentar una obra sin antes dejarla completamente “pulida”, es decir, aplicando el máximo de cuidado en las “terminaciones”, hablando en el lenguaje de quien ejerce un oficio artesanal.

Sin embargo, para Ravel el sentimiento y la artificialidad eran compatibles. De hecho se puede decir que su artificialidad era un hecho natural. Lo que le atraía era la técnica de composición en sí misma, es decir, por la capacidad que tienen éstas de poder inventar y no de expresar algo. Sin duda que los rasgos más claros de su trabajo son su marcado efecto melódico y armónico; éstos se ensamblan a su firmeza formal y a su estilo, los cuales, en definitiva se alejarán de las formas características del mayor exponente impresionista: Claude Debussy. Es normal encontrar referencias que lo comparen con este último, sin embargo, las diferencias llegan a ser más consistentes que sus similitudes. Mientras que Debussy encuentra gran parte de su inspiración en la naturaleza, Ravel lo hace en las danzas del pasado y del presente, tanto las españolas como las del resto de Europa y de países más lejanos. Mientras que en Debussy es clara una intención por las indefinición y la apertura hacia nuevas formas de concepción musical, en Ravel resalta su apego al mundo clásico y, hasta cierto punto, una valoración de lo antiguo que bordea el conservadurismo.


No parece caber duda que su gran trabajo como orquestador fue uno de sus más grandes atributos. La famosa orquestación de los Cuadros de una Exposición de Modesto Mussorgsky, originalmente escrita para piano, le ha valido el reconocimiento de generaciones de músicos. Por un lado, Ravel opera como un pintor al pastel o “a la aguada”, por su manera de diluir grandes masas orquestales; por otro, como un puntillista meticuloso, casi “científico”, por la definición de sus trazos y su colorido. Tanto para ser denso, en el sentido de volumen y tonalidad, puede llegar ha ser extremadamente sutil y frágil. Su virtuosidad para orquestar y arreglar obras, originalmente concebida para otros instrumentos, ha significado su entrada en el canon de la música occidental de tradición escrita, al punto que es frecuente citarlo como un excelente ejemplo de “adecuación de los medios formales a las intenciones puramente musicales”. El caso del Bolero es tomado frecuentemente como ejemplo pedagógico de orquestación y progresión melódica y armónica.
Para referirnos a su posición en el ámbito de los revolucionarios de la música finisecular del XIX y los comienzos del XX, es paradigmática su obra La Valse. Originalmente compuesta para dos pianos y para ser bailada por la compañía de Serguei Diaghilev
[1] - para quién ya había trabajado en diferentes obras - La Valse es arreglada para orquesta y estrenada el 12 de diciembre de 1920 en París, sin los bailarines, pues nunca llegaron a un acuerdo de estrenar la obra.
La música no responde a un programa, sin embargo en el encabezamiento de la partitura esta escrita la siguiente descripción: “Fulgores de relámpago entre nubes turbulentas muestran una pareja bailando. Una por una las nubes se desvanecen; queda a la vista un enorme salón de baile lleno de una masa que gira en derredor. La escena se ilumina gradualmente. Irrumpe la luz de los candelabros. Una corte imperial alrededor de 1885.” Sin duda que la obra hace una referencia explícita al vals vienés, pero lo que llegamos a oír logra ir más allá de eso. Es más bien un vals sobre el valsear, “un vals que valsea alrededor de sí mismo” (Kramer: ibid.).
La Danza, de Matisse, hacia 1909-1910.

Se ha dicho, y es muy reconocible en esta obra, que la intensión apunta en dirección a la destrucción, a la de-construcción de un ritmo a la vez que a la de toda una época. El recuerdo de un mundo que ha sido destruido por la guerra. Quién quiera reconocer en ella los estallidos y el estruendo de los cañones podrá fácilmente hacerlo, sin embargo la obra, analizada más a fondo, no mira tanto a ese pasado (1885), sino que asiste, inquietantemente, a una era cercana, realmente, futura. No era solamente el resultado de una afección personal - el compositor llegó a morir por una secuela de guerra – logrando con esto romper el propio ethos artístico que tan férreamente había representado durante todo ese tiempo, sino que era una declaración, una elegía siniestra de cómo la opulencia de un modo de vida llegaba a fondo.
El humor satírico y neurasténico que envuelve a La Valse, así como su aire desenvuelto y aparentemente fácil y desinteresado, que ocultaba una complejísima instrumentación - el trabajo sistemático ha sido llevado hasta el punto de quiebre pues la obra va del ritmo 3/4 hasta el 4/4–, nos sitúa en la idea de un hombre, de una visión de hombre que ha sido destruida, una vez más, bajo los principios que la han forjado; a la vez que pone en evidencia esta nueva condición artificial de su carácter y composición.
Ravel, el más clásico de los revolucionarios, el más conservador y perfeccionista, logra con esta obra acercarnos a una subjetividad. Quién fuera aquel que escondió sus propios sentimientos detrás de una exagerada artificialidad, estalla con desenfreno retorciendo y desfigurando la forma objetivada de una emoción general.

Por ahora, escucharemos y oiremos el extracto final de una célebre versión de la La Valse, de 1975, con la Orquesta Nacional de Francia, en los Campos Eliseos de París, en la deslumbrante y rayana dirección de Leonard Bernstein.

[1] Serguei Pavlovich Diáguilev (1872-1929), fue un empresario relacionado con el mundo de las artes escénicas rusas que revolucionaría la estética coreográfica de comienzos del siglo XX. En 1909, junto con un compatriota, el bailarín y coreógrafo Mijaíl Fokin, y otros bailarines, entre los cuales estaban Vaslav Nijinski, Anna Pavlova, Mijaíl Mordkin, Tamara Karsavina y Adolph Bolm, fundan los Ballet Rusos. La idea fundamental de este ballet era la de concebir a éste como un arte que unificara la danza, el teatro, la música y la pintura. Su impacto en el desarrollo del ballet del siglo XX es inestimable. La cantidad de músicos, pintores, diseñadores y coreógrafos que trabajaron en los diferentes proyectos es imparable: partiendo por el mismo Ravel, están Claude Debussy, Igor Strawinsky, Erik Stie, Manuel de Falla, Darius Milhaud, Pablo Picasso, Georges Braque, Léon Bakst, Alexandre Benois, Maurice Utrillo, Jean Cocteau, George Balanchine, Leonid Massine, Branislava Nijinska, Serge Lifar, etc…

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