jueves, 29 de enero de 2009

4 ÚLTIMAS CANCIONES DE RICHARD STRAUSS: EL OCASO DE UN MUNDO

La flor de la música alemana,
que había florecido durante doscientos años,
se ha secado, su espíritu atrapado en la maquinaria,
y la gloria de su corona …arrancada de cuajo para siempre.
Richard Strauss

Se puede decir que el medio en que Richard Strauss nació (Munich, 1864), era el idóneo para desarrollar las inquietudes estilísticas y las formas musicales que caracterizarían toda su vida de compositor. Desde pequeño su padre sólo le autoriza el estudio de los clásicos vieneses; no escuchará la música de Richard Wagner - de quien recibe una profunda influencia - hasta los veinte años. En esta época producirá sus primeras obras: Aus Italien, Don Juan y Muerte y Transfiguración. Después de los treinta escribirá una nueva serie de trabajos sinfónicos: Till Eulenspiegel, Así Habló Zarathustra y la Sinfonía Doméstica. La entrada al siglo XX lo sitúa en la vanguardia musical de su época con dos óperas que resaltan por su violento erotismo, brutalidad y marcado carácter moderno: Salomé y Electra.
Sin embargo, a poco andar su estilo se torna de un color un tanto conservador, como lo demuestra su ópera El Caballero de la Rosa. Por otro lado, da la espalda a toda idea de progreso musical: el opus 6 de Alban Berg, el opus 16 de Arnold Shöenberg, el opus 10 de Anton Webern y La Consagración de la Primavera de Igor Strawinsky; obras que anunciaban, de cierta manera, el derrumbamiento del mundo musical que tanto abrazaría.
“El único heredero de Liszt y Wagner, el paladín de la música del porvenir, decide ignorar el conflicto mundial y sus consecuencias”. (Elías: 2000). Strauss mira hacia atrás, al romanticismo, en pleno siglo XX. Conservador en cuanto a sus referencias y moderno con relación a sus temáticas: Ariadna en Naxos, La Mujer sin Sombra, Capriccio. Luego vendrán las designaciones (acepta ser el músico oficial del régimen nazi), los servicios (dirige el Himno Olímpico en 1936), la inconsecuencia (dirige en Bayreuth en el momento en que el santuario era prohibido para los judíos).
Cuando Richard Strauss compuso Las Cuatro Últimas Canciones tenía 84 años. En un comienzo no fueron escritas como un ciclo, sino que fue el editor de Strauss, Ernst Roth, quien las arregló en una secuencia que parece asimilarse con el transcurrir de una vida. De tal manera que el orden quedó conformado por: Frühling (“Primavera”), September (“Septiembre”), Beim Schlafengehn (“A dormir”) e Im Abendrot (“Al atardecer”). Las tres primeras canciones están basadas en poemas del novelista y poeta alemán Hermann Hesse (1877-1962) y la última, en el poema del alemán Joseph Eichendorff (1788-1857).
El primer poema trabajado por Strauss fue Im Abendrot, la cual fue completada en 1948. A continuación lo hizo con los escritos de Hesse. En planes se encontraba la obra Nacht (“Noche”), que no llegó a ser terminada.
Cuando se hacen referencias a esta obra, en libros especializados de música o de historia del arte, se habla, generalmente, de las implicancias autobiográficas de su estructura sonora y narrativa. En efecto, Strauss comenzó a trabajar el texto de Eichendorff por encontrar sentimientos particularmente afines con la vida que él llevaba en ese momento: un matrimonio mayor, cerca del final de una vida que se ha compartido juntos, contempla una puesta de sol y se pregunta por la posibilidad de la muerte. La implicancia autobiográfica sonora (cosa bastante recurrente en el estilo de composición del músico), en esta composición, corresponde a la intercalación de un pasaje de una obra anterior: Tod und Verklärung ("Muerte y Trasfiguración") de 1889. Strauss no parece quejarse por la proximidad de la muerte, sino que, por el contrario, parece aceptar tranquilamente su inexorabilidad.
Por otro lado, se ha dicho que éstas obras representan la despedida personal que uno de los últimos exponentes del “viejo lenguaje”, el lenguaje tonal, estaba haciendo a toda una época. Ya lo decíamos: a la era romántica. Strauss, a la manera de un canto de cisne moribundo, estaba dejando en claro que toda aquella forma de concebir el hecho artístico se encontraba en franca extinción. Dos guerras mundiales han precedido a estas obras, catástrofes que para el conjunto de culturas occidentales significaron una especie de “pérdida de la inocencia” de la humanidad. Todo proyecto, toda filosofía que reconciliara al hombre con la naturaleza parecía ceder ante acontecimientos tan horrorosos y desastrosos para la conciencia. En este sentido, toda forma de representar lo bello, lo verdadero y lo bueno del hombre parecía quedar en jaque, pues nunca se vivió de manera tan cruda y salvaje el impulso autodestructivo de la humanidad.
Richard Strauss hablaba desde un medio en el que la intensidad del ideal romántico se había convertido en una especie de neurosis, una obsesión y finalmente una locura que desembocaría en una verdadera carnicería humana. Lo que había comenzado como una idealización del individuo alcanzó una reductio ad absurdum en las políticas y las prácticas culturales de potencias como lo era la Alemania de la primera mitad del siglo XX.
Strauss ya había utilizado anteriormente el texto de uno de los filósofos más importantes del siglo XIX: Friedrich Nietzsche (1844-1900). Inspirado en uno de sus libros, el compositor creó en 1896 el poema sinfónico Así Hablaba Zarathustra, Opus 30. En esta obra recogería textos del libro homónimo (ocho de los ochenta encabezamientos de los capítulos del filósofo), intentando “transmitir en música una idea de la evolución de la raza humana desde sus orígenes, a través de las diversas fases del desarrollo, religioso tanto como científico, hasta llegar a la idea de Nietzsche del Superhombre”. (Kramer: 1993). Con esto queda claro que el compositor no dejó de abrazar las ideas emancipadoras decimonónicas de progreso y desarrollo: existe una evolución, por tanto, un sentido trascendental de la raza humana en su conjunto. Un origen y una finalidad, estadios más o menos claros que la llevarán a una suerte de “iluminación” o “culminación”.
Desde otra perspectiva, no podemos dejar de mencionar un elemento fundamental en el contexto sociocultural en el que se desarrollará la obra de Strauss: el trabajo de Sigmund Freud (1856-1938). En la Viena de fines del siglo XIX este neurólogo y escritor hace saltar al establishment científico de su época con una serie de teorías, extraordinarias, acerca del funcionamiento y desarrollo de la psiquis humana. Freud postulaba la presencia permanente de la sexualidad y del deseo de muerte. Va mucho más lejos cuando afirma, en una de sus obras, que esta relación tanathica y erótica resulta ser el pilar fundamental bajo el cual descansa toda la civilización humana. El impulso erótico conviviría con el impulso destructivo hacia la muerte, la civilización nacería cuando los impulsos destructivos comienzan a ser inhibidos o “reprimidos” por medio de la imposición de tabúes y prohibiciones que se establecerán en la forma de códigos y leyes.
Es, hasta cierto punto, evidente que Strauss estaba al tanto o, por lo menos, sumergido en esta cargada atmósfera emocional finisecular de la Alemania y Austria de aquellos años. Si revisamos la producción sinfónica y operática del compositor podríamos, fácilmente, corroborar la atracción que parecía ejercer sobre éste el conflicto entre eros y tanathos: el poema sinfónico Don Juan (1889) está basado en un personaje dedicado a sus pasiones, pero que, finalmente, sucumbe a su deseo interno de destrucción; en Muerte y Transfiguración (1890) el tema central se desarrolla en torno a un moribundo que recuerda sus amores pasados.
“Decadencia”, ocaso, culminación, trasfiguración, “mundo”, eros y tanathos, son los elementos que componen la delineada trama de un contexto sumergido en las umbrías aguas de un sentido escatológico de pérdida irreversible. Las Cuatro Últimas Canciones se circunscriben en este esquema interpretativo a la vez que congracia a un Strauss moribundo con uno de sus grandes amores: el romanticismo.

He aquí una versión de Im Abendrot, en la voz de Renee Fleming, junto a la Lucern Symphonic Orchestra, dirigida por el "maestro" Claudio Abbado, en el 2004.








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