lunes, 7 de julio de 2008

BARBARIE Y PROGRESO

BARBARIE Y PROGRESO: TRES CONSIDERACIONES ANTROPOLÓGICAS PARA UNA LECTURA HISTÓRICA DE LA RELACIÓN ARTE Y CIVILIZACIÓN EN EL MUNDO OCCIDENTAL

Por Matías Uribe Villarroel

El ángel de la Historia vuelve su rostro hacia el pasado...
Allí donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos,
él ve una única y gran catástrofe ...
Una tormenta lo impulsa irresistiblemente hacia el futuro,
en tanto tras él los desechos se acumulan como una montaña ...
A esta tormenta la llamamos progreso.

Walter Benjamin.

Cualquier debate sobre ideales de educación es vano e indiferente
en comparación con este: que Auschwitz no se repita.
... la barbarie persiste mientras perduren en lo esencial
las condiciones que hicieron madurar esa recaída.

Theodor Adorno.

I

¿Qué entendemos por progreso en el arte?


Si nos remontamos a la época arcaica griega podremos caer en cuenta que aquello que hoy pueda ser tan natural, como alterar o modificar uno o varios aspectos de la propia obra (en el sentido de mantener una especie de continuidad en la actividad estética a largo plazo en un mismo individuo); o la de una tradición marcada por determinadas pautas de producción que aparecen como inalterables – basta con considerar el caso que caracteriza, en términos generales, las premisas del arte egipcio antiguo -, notaremos con un mayor o menor grado de asertividad que aquello que entendemos por progreso, en el arte, comenzaba a manifestar sus primeros indicios. El cambio entregado de manera casi gratuita o, si colocamos las cosas desde un punto de vista individual, en el uso de la facultad voluntaria de decidir qué debo o no debo cambiar en aquello que se considera parte de una forma, de una cultura que realiza, a la vez que determina, las formas de realizar tal o cual pauta; es un fenómeno raro, por no decir, inexistente en la Grecia arcaica. Por el contrario, para el caso que nos asiste – el mundo antiguo de occidente – se consideraba atrevido, “normalmente poco deseable y a veces hasta peligroso”
[1] una acción de ese tipo. No sólo se jugaba el prestigio y la propia actividad del artista en cuestión, sino también la existencia de éste.[2]
Hubo que abstraer del todo que se consideraba la actividad estética, un elemento que no presuponer que tal elección o fijación no se refería al propio criterio del artista, sino que había que tomar aquel elemento consensuado que manifestara una relativa des-armonía, o un des-equilibrio con la aspiración conjunta que venía a equivaler la obra de arte. De esta manera nació el problema.
Por otro lado, la sistematicidad y la organicidad de la sociedad griega, tan apremiante para el mundo “culto” de occidente, basándose en este ideal de orden y jerarquía aplicable a todo conjunto de cosas que puedan coleccionarse y acumularse formando un corpus, hizo de la necesidad de un origen para tal historia su propio evento fundante. Es así como la idea de cambio, y con él la idea de progreso, naciera a la par del problema. Se podría decir que el origen de la concepción fundacional de un occidente que ordena, conserva y clasifica, nació de la mano con su opuesto que problematiza, des-encasilla y des-ordena la aparente continuidad que sugiere el status quo.
La forma que tiene el anthropos de edificar y construir de acuerdo a la necesidad, no se encuentra exenta de la consideración que sostiene que tal modo de ser nace y se complejiza sin abandonar, en ningún momento, aquel elemento que será capaz de destruir o des-materializar lo ya hecho. Es así como la idea de realizar y hacer como sinónimos de progreso, se conectan de manera tan efectiva con la del hacer y el de la realización que supone la idea abstracta en la concreción del objeto en sí. Por tanto, hablar de progreso en el arte es algo que parece tan natural como cuando nos referimos a la exposición y la obra de arte; es como si la sola enunciación de uno de los dos términos supusiera al otro. La salvedad está en que las formas que adopta el cambio de las técnicas, pensando en un continuo a través del tiempo que manifieste lo que entendiéramos por arte, y los modos de representar o exponer aquello que llamamos obra de arte, no parecen responder a una sola y exclusiva fracción de este continuo. Es más, existe el vestigio para cada uno de los casos en que hablamos de estilo o corriente y, por otro lado, la simultaneidad de movimientos y exponentes individuales en un mismo tiempo, lo cual hecha por tierra cualquier explicación del fenómeno por el camino de una lógica que pretenda enmarcar elementos estéticos en una fracción continua de tiempo.
Desde este punto de vista, hablar de progreso en el arte equivale a reconocer el origen moderno de tales términos y, al mismo tiempo, hacer visible los mecanismos de silenciamiento y censura que pesan sobre todos aquellos casos que cayeron bajo el peso de la crítica ligada a la misma idea de Historia, la cual, reconociendo la tradición moderna que la precedía, ha reproducido tal condición hasta alcanzar los eventos actuales, donde la cuestión de dilucidar los límites del arte y lo que es o no es obra de arte, se ha vuelto una especie de gimnasia que no parece trabajar ningún órgano con función específica, sino, más bien, la simple e infinita actividad de hacer parecer que toda acción o producto estético es algo nuevo, fundacional y sin precedentes. Así, podemos estimar el hecho de que una especie de eternidad y oscuridad pesara sobre toda conceptualización que refiera al enunciado progreso en el arte, a no ser por aquel propio atributo que lo sostiene desde su primera concepción: la constatación de que toda idea de progreso supone el reconocimiento de un componente ontológico destructivo.


II

¿Qué entendemos por barbarie en el mundo civilizado?


El término bárbaro nace en la época que precede al helenismo griego (siglo V a. de C.) o, probablemente, mucho antes. Ya desde este tiempo se encontraba íntimamente ligado a la idea de civilización; es así como una definición acotada de bárbaro está circunscrita a todo aquello que no se encuentra al amparo del mundo civilizado, es decir, a todo el mundo no griego de la época que se caracterizaba por su “incultura”, “violencia”, “atraso” y “primitivismo”. Según el Diccionario de la Real Academia Española
[3], la palabra barbarie designaría la “falta de cultura” y, por otro lado, la “fiereza” y la “crueldad” que, por extensión, podemos asignar a todo acto nacido de tal condición.
Los acontecimientos y la seguidilla de actos de lesa humanidad desde los comienzos mismo del siglo XX hasta los días de hoy, nos obligan a replantear y reconceptualizar la relación barbarie y civilización en una sola concepción: la barbarie civilizada. No hablamos aquí simplemente de la larga historia de invasiones, masacres y genocidios que alimentan los volúmenes de los libros de Historia Universal, que de manera tan vasta se dedican al tema, ni a las prácticas imperialistas, esclavistas y de bruta dominación que han caracterizado el devenir histórico de América desde aquello que se ha llamado su “descubrimiento”. Tampoco nos referimos, en específico, a los acontecimientos cursados por los distintos tipos de campañas imperialistas y colonialistas que han distinguido al nacionalismo francés, el inglés y el germano-austríaco, desde el siglo XVIII en adelante. Tampoco apuntamos directamente al proceso de modernización, mejor dicho, a los peores efectos del proceso de modernización que se pueden resumir de manera gruesa en esclavitud, desigualdad social, explotación, alienación, individualización, “miseria humana” y destrucción global de las condiciones medioambientales. Es cierto que la violencia organizada del estado y de las prácticas policiales represoras y genocidas, así como las dos grandes hecatombes que significaron, en términos de vida humana y cultural, la desolación de Europa y gran parte del mundo “civilizado” de Occidente y Oriente en eso que conocemos como Primera y Segunda Guerra Mundial, caben dentro de esta concepción binominal de barbarie civilizada. No obstante, queremos recalcar otro de sus aspectos que, si bien, no parecen hacerse evidentes en una materialización inmediata y fáctica - como son los resultados materiales de la destrucción - lo hacen en un plano que bien pudiera estar detrás del meollo y el alma de cuanto pudiera moverse en el sentido de una “barbarie culta”. Nos referimos al lenguaje.
Si entendemos que la forma original del concepto bárbaro tiene que ver con una actitud irónica, que designaba a lo no griego como al tipo de individuo que no entendía la lengua y que, por ende, se le designaba con las primeras sílabas de algo que no se podía entender (ba-ba-ba), el precedente nos remitiría inmediatamente al contacto entre comunidades lingüísticas de distinta naturaleza. La no pertenencia a la comunidad lingüística que nombraba y que, por tanto, designaba las cosas, era considerada un signo de barbarie. Si el contacto entre distintas culturas suponía – y supone - el enfrentamiento y el contacto violento entre dos o más formas que se disputan un sentido prevaleciente, bajo cualquier orden que creamos reconocer, no es de extrañar que en el seno de lo que llamamos la “cultura occidental”, en su influencia y su avance por distintas zonas del territorio conocido de las diferentes épocas, el lenguaje se haya construido a partir de esta fricción. Vencer, ganar, dominar, imponer, reducir y conquistar son categorías que suponen la existencia de otro que pierde, que es conquistado, dominado y reducido a una expresión inferior a la de quien lo somete.
Tal parece que toda esa idea de lo “importante” y lo “grande” queda sometida a la jurisdicción de aquellos que vencen, de aquellos que escriben la historia por aquellos que ya no están, que han sido extinguidos, silenciados, borrados de aquella historicidad que nombra, dictamina y define lo que es y lo que no es. No se trata de que lo “grande” y lo “importante”, lo “único” y lo “más”, “capten nuestra atención, sino que, en realidad, la dirigen”
[4]. Cuando el otro domina no sólo se está apropiando de un territorio y una materialidad, sino que también se toma la palabra. Maneja las palabras, mejor dicho, se apodera del discurso, del qué nombrar y del cómo nombrarlo; “manejarla – la palabra – no sólo para decir lo que se quiere, sino también para silenciar a lo otro – donde lo ‘otro’ no dice únicamente el otro que habla en lengua, como lengua, eso que tiene lugar más allá (o más acá) de cualquier intención.”[5]
El modo silencioso mediante el cual opera la actividad del lenguaje es implacable: no deja huellas. Por el contrario, su rastro es una totalidad que atraviesa a toda dimensión constituyente del anthropos. La barbarie se instaura como una normalidad incuestionable, se hace presente como la actitud “políticamente correcta”, como “la” forma de realizar los actos, como “la” manera de aprehender tales actos; en suma, se trata de reducir la situación y la comunidad lingüística a una única, homogénea y fastuosa forma de proyectar y realizar lo que el lenguaje hacía pre-existir.


III

Cuando el arte representa la barbarie


Si el bárbaro y el civilizado tendrían un único origen, diferenciado tan sólo por la posición de quien designa uno a otro, estaríamos en condiciones de afirmar que en esta ambigüedad se manifestaría un rasgo del anthropos que suele ser subyugado por la pretensión del segundo. Ahora, si la producción y la efectiva re-producción de una actitud bárbara descansaran en la inmaterialidad del lenguaje, sus efectos no serían visibles a la manera de una formalización concreta, sino por la sugestión y el poder estructurante de la percepción y la conducta que posee el lenguaje en general. No obstante, ¿en qué dimensión del anthropos logramos percibir la concreción de la idea y la materialización de aquello que pronunciamos y registramos si no es en el campo estético? De esta manera, el arte se transforma en aquello que no sólo es capaz de representar lo inexistente materialmente, sino de evocar las particularidades y los conflictos inherentes a la condición permanente de un anthropos con la conciencia de un devenir histórico.
Si la supremacía de lo “importante” y lo “grande” adoptan la adjetivación de lo fastuoso (del latín fastuosus, que significa lo “ostentoso, amigo de fausto y pompa”
[6]), por extensión entenderíamos que la forma de adjetivar aquello sería: lo “espléndido”, lo “magnífico”, lo “soberbio”, lo “ostentoso”, lo “lujoso” y lo “opulento”. El lujo bárbaro, en cuanto adjetivación de una forma de realizar la producción cultural, en general, tiene sus precedentes en todas aquellas primeras culturas que se estudian como parte de la Historia del Arte Occidental: Mesopotamia, Egipto, Grecia y Roma. No obstante, hay que señalar que no es hasta el último periodo del mundo griego antiguo, en que aquella categoría habría de existir para señalar el fin del mundo helénico y, por extensión, apuntar hacia el imperio romano como el heredero de una cultura tergiversada en sus elementos principales. De aquí a la asociación del “lujo ostentoso” con lo “decadente” existiría un trecho muy breve. Es así como la idea de una cultura que adapta de manera descontextualizada los elementos de otra y los presenta de un modo desproporcionado a la forma original - o que toma elementos de otra y los mezcla de manera antojadiza -, se liga perfectamente a la concepción de decadencia.
Cuando la obra de arte pierde su arraigo a determinado espacio cultural, lo que ocurre a continuación es que se transforma el propio carácter del objeto, es decir, cambia su significado. Para el caso que señalamos, es sabida la afición de los antiguos romanos de buscar y acumular obras de arte griego, lo cual significaba, no sólo la descontextualización de tales obras, sino su transformación en objeto “valioso” y la condescendiente alteración de aquello que representaba. De esta manera, la obra de arte es convertida en un objeto que tiene un valor efectivo, cuantificable monetariamente como trofeo de guerra o souvenir de excursión. Se vuelve un objeto de “lujo”, una cosa que vale por lo que es capaz de “certificar” en una esfera limitada de relaciones; por tanto, su existencia es sobrevalorada y trastocada en algo que “vale” en términos de quién lo posee, y no por aquello que originalmente representaba al momento de ser realizado. En síntesis, decimos que la obra de arte se ha convertido en un fetiche, un objeto de culto al que se le atribuye un valor sobrenatural, que da poder o prestigio a quien lo posee.
Bajo esta última consideración, bien podríamos, por analogía, decir que tal comportamiento se asemeja mucho al de los primeros homínidos que poblaron el mediterráneo. Lo que resalta, en última instancia, al considerar el producto cultural como un fetiche, es lo “primitivo” de tal conducta. Lo bárbaro de esta actitud no sólo es posible encontrarla en la recurrente necesidad de asignar un valor material a la obra de arte, sino en todo aquello que ha significado el viejo y enorme proceso de mercantilización del arte. Si, encima, consideramos el fenómeno de masificación e industrialización de la cultura, que ha llegado a niveles sociales estructurales, tales como la legislación y promulgación de leyes de control regidos por aparatos que operan en la más absoluta penumbra conceptual, la inquietud barbárica toma un ribete horripilante, no sobre la cosa en sí – en términos “humanos” – sino que contra la cosa como estructura, como maquinaria reproductora. Lo bárbaro no es otro, sino la realidad convertida en otra cosa, ajena a la consistencia de aquello que se hace llamar humano u Hombre.
Hasta aquí las consideraciones sobre lo que se entiende por bárbaro como adjetivo estético; no obstante, desde otro punto de vista, asociamos esta conceptualidad a las maneras en que la barbarie – y en específico lo que ya mencionamos como barbarie civilizada - ha tomado cuerpo en su representación en el arte a través de los tiempos. Si nos remitimos a la tabla de Narmer (hacia 3.150 a. de C.) de los antiguos egipcios - pieza clave para entender el punto de partida de la civilización egipcia – ; o al empalamiento de soldados enemigos, relieve en alabastro y yeso, encontrado en el Palacio de Senaquerib, en Nínive, antigua Mesopotamia (750-681 a. de C.); o, al mozaico que muestra la Batalla de Darío contra Alejandro en Issos (cerca de 300 a. de C.); la impresión de lo que ahí se muestra tiene que ver con la masacre humana, en cada uno de los casos, y la derrota de un grupo humano en manos de otro. Más, el sentido que parece denotar cada una de las representaciones tiene mucho que ver con la exacerbación del poder, de la magnificencia y la demostración de la autoridad que ostenta el grupo invasor o defensor, de acuerdo a los casos, que logra infundir en el espectador el respeto o la consideración del hecho como acto fundacional y modelador del carácter del propio pueblo que realiza la obra.
Muy distinto a lo anterior es lo que podemos encontrar, más tardíamente en términos históricos, en la obra de Francisco de Goya (1746-1828), Theodore Géricault (1791-1824), Eugène Delacroix (1798-1863) y Ernest Meissonier (1815-1891). La masacre humana en Goya tiene que ver, ya no con el señalamiento del poderío, la supremacía y el dominio de un grupo sobre otro, sino la denuncia de un hecho histórico que da cuenta de la vulnerabilidad de lo humano y los excesos de un anthropos que invade y viola sistemáticamente las leyes estatales de un estado vecino. Es el caso de Los fusilamientos del 3 de mayo de 1808, donde el artista retrata algunos de los hechos ocurridos a raíz de la ocupación de España, entre 1808 y 1814, por los ejércitos napoleónicos. En el caso de la serie de aguafuertes Los Desastres de la Guerra, la violencia aplicada al género humano es denunciada contra la propia nación. La barbarie civilizada que se desprende de la obra referida a Goya, adopta un carácter lamentable de culpación que termina por adquirir una tonalidad misantrópica.
En el caso de Gericault, en su obra La Balsa de la Medusa (1819), el horror y el escándalo de la barbarie son el rasgo predominante, más que el carácter patriótico y heroico que solapadamente se dejaban entrever en el ejemplo anterior. La ineptitud y la incompetencia de quienes comandan una nave que naufraga, desemboca en una tragedia humana que duraría 13 días en altamar. De 150 personas que fueron abandonadas en una balsa con destino incierto, sólo sobrevivirían 15, los cuales pasarían por situaciones extremas de enfermedad, locura y canibalismo. La barbarie apuntaría, en este caso, primero a denunciar la ineptitud de un grupo humano relacionado con la administración del estado (La Medusa era una embarcación comandada por un marino de “noble cuna”
[7]) y, en segundo lugar, a la reacción brutal de un grupo de hombres sometidos a situaciones límites. El perfil de lo humano se desdibuja y es ensombrecido cuando las necesidades y el sometimiento desnudo a las leyes de la naturaleza - es decir, sin las condiciones que provee la cultura - logran acaecer sobre un grupo de individuos. El anthropos parece volver a su “estado original” – “bruto”, “bárbaro” – cuando sus condiciones artificiales de vida son coartadas.
En el caso de La Barricada (1849), del pintor Jean-Louis-Ernest Meissonier, la barbarie adopta una faceta urbana de estrepitoso horror. Los acontecimientos que narra la pintura se refieren a lo ocurrido en las calles de París, en 1848. En junio de ese año los obreros de París se manifestaron públicamente durante cuatro días (23 al 26 de junio) por la decisión del gobierno de dar un giro hacia la derecha y no acatar la demanda obrera que requería de mejoras provisionales en sus condiciones de trabajo. Las manifestaciones habían tenido un precedente en febrero de ese año y la tensión pública en torno al levantamiento, se mantuvo constante a partir de los primeros días de mayo. Cuando la situación se volvió insoportable, el estado francés atribuyó al general Cavaignac de poderes dictatoriales absolutos. A su mando, el ejército reprimió violentamente las acciones de protesta, hasta llegar a una masacre que bañó de sangre las calles. “defensores asesinados, abatidos, lanzados desde las ventanas, cubriendo el suelo con sus cuerpos, sin que la tierra hubiera tragado aún toda su sangre”, nos narra el propio artista, quien fue testigo presencial de los hechos.
[8] No se sabe exactamente cuántas víctimas hubo, pero se habla de 1.500 soldados y más de 3.000 rebeldes, entre los cuales se encontraban obreros, en su mayoría, mujeres, niños y jóvenes estudiantes que apoyaron, desde un principio, las acciones obreras. El estado de sitio duraría hasta el 30 de octubre de ese año, casi 4.000 rebeldes fueron deportados a Argelia y la censura se impondría por mucho tiempo más.[9]

Cuatro ejemplos de obras inscritas en la tradición moderna y tres ejemplos de la Antigüedad para evidenciar las formas en que el arte representa la barbarie; la consideración adjetiva del término bárbaro para acercarlo a una fórmula nominal estética; la aproximación o equivalencia, en varios de los aspectos, que atañen a la dicotomía bárbaro-civilizado; y un acercamiento revisionista a la definición de progreso en la dimensión estética, son un breve ejemplo de lo que constituye una preocupación por concepciones que merecen una reflexión más amplia y, de acuerdo al modo, que permita sondear con mayor desarrollo expositivo. En una época donde la mixtura y la fragmentariedad de los lenguajes parecen arrojar una especie de manto grueso y oscuro sobre las cosas, los acontecimientos y sus significados, transgrediendo todo acto u oportunidad de pensar y volver sobre el propio pensamiento, es decir, del propio individuo que se pregunta a sí mismo en su calidad de especie, el destino que arroja su propia sombra, - a la manera de un acontecer histórico -; es legítimo y perentorio el ejercicio de volver sobre las viejas categorías y exprimir de aquella “dura” y tan “segura” conceptualidad un viejo aroma que aún pervive. Aunque de la ténue exudación podamos constatar aquello que, aún vivo, se da la mano con aquello que ha dejado de ser.
Realmente, no podemos imaginar como se verá nuestro mundo dentro de un futuro lejano o cercano, ni siquiera intuir la forma en que “aquellos” – que serán y “son”, de alguna manera, un “nosotros” en su condición antropológica – nos verán, apreciarán o “leerán”. No obstante, estamos más o menos seguros de una cosa: que esa manera activa - tan característica de esta especie - de re-visitar lo ya hecho, aquello que fue de una manera o de otra y que lo ha de convertir en una especie de causa y finalidad que coexiste en una sola entidad que ha vuelto sobre sus propias huellas; sobre los resabios de un atronador acontecimiento, ese desastre que ha dejado sus rastros hacia cualquier dirección en dónde se pose la mirada; continuará su paciente tarea de escuchar la vaporosa y frágil voz que parece volver sobre una conciencia.

1. Tabla de Narmer (hacia 3.150 a. de C.) de los Antiguo Egipto. 2. Empalamiento de soldados enemigos, relieve en alabastro y yeso. Senaquerib, Nínive, antigua Mesopotamia (750-681 a. de C.). 3. Los fusilamientos del 3 de mayo de 1808. Francisco de Goya. La Balsa de la Medusa (1819), Theodore Géricault. La Barricada (1849), del pintor Jean-Louis-Ernest Meissonier. La Batalla de Darío contra Alejandro en Issos (cerca de 300 a. de C.), copia romana en mosaico de un original en pintura griega.


[1] La parte citada es extraída de Introducción a la Historia del Arte. Grecia y Roma, de Susan Woodford. Pág. 15. Editorial Gustavo Gili, S. A. Barcelona, 1985.
[2] “La repetición exacta de un modelo aseguraba al escultor el éxito de su trabajo. Cambiar incluso un elemento podía llevar a consecuencias no buscadas y en ocasiones desafortunadas.” Ibid.
[3] Diccionario de la Lengua Española. Real Academia Española. Editorial Espasa Calpe, S. A. Vigésima primera edición. Tomo I. Madrid, 1992.
[4] Extraído de WalterBenjamin. La Lengua del Exilio de Elizabeth Collingwood-Selby. Página 107, capítulo VII: La Muerte. Libros Arcis-Lom. Chile, 1997.

[5] Ibid.
[6] Lo fausto tiene que ver con el “gran ornato”, la “pompa exterior” y el “lujo extraordinario”; la pompa con el “acompañamiento suntuoso, numeroso y de gran aparato, que se hace en una función, ya sea de regocijo o fúnebre.” Todas las definiciones son tomadas de Diccionario de la Lengua Española. Real Academia Española. Editorial Espasa Calpe, S. A. Vigésima primera edición. Tomo I y II. Madrid, 1992.
[7] El mencionado marino debía su puesto a las conexiones que tenía con la Restauración Borbónica. La prisa de éste por salvarse a sí mismo y a sus altos mandos, abandonando al resto de la tripulación a su suerte, se convertiría en una acusación contra los privilegios de la aristocracia. Toda la herencia revolucionaria y napoleónica de la época, que exaltaba la razón y la nobleza ante la muerte, quedaba desacreditada por este hecho. La descripción en detalle de los acontecimientos aparece en El Arte del siglo XIX, de Robert Rosenblum y H. W. Janson. Ediciones Akal, S. A. Madrid, 1984.
[8] El pintor fue llamado a ocupar las filas de la Guardia Nacional como capitán. Esta referencia y la encomillada del texto fueron extraídas de El Arte del siglo XIX, de Robert Rosenblum y H. W. Janson. Página 262-263. Ediciones Akal, S. A. Madrid, 1984.
[9] Más datos sobre los hechos ocurridos en junio de 1848 en París, pueden ser revisados en la página http://www.galeon.com/ateneosant/Ateneo/Historia/sigloXIX.
Barbarie y Progreso es el resultado de una reflexión realizada al final de la revisión diacrónica antológica del curso Historia del Arte I, elaborado para la carrera de Artes Visuales, en el primer semestre del 2005 en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral de Chile.

6 comentarios:

LHILA dijo...

Mucha información Matías. Te imagino encerrado en tu especie de "jaula" pensando y pensando.

En relación con la barbarie civilizada, ¿será que como dijo Spengler, la historia es cíclica?

Será que todo lo micro en el universo funciona con las mismas leyes que lo macro? Así el sistema de dominación en una pequeña aldea es perfectamente reproducible a gran escala en el mundo entero; porque finalmente es el mismo ser humano donde sea que esté. Y éste, desprovisto de todo lo que ha creado y enfrentado a la naturaleza, vuelve a su condición natural de barbarie.

sereneltexto dijo...

Gloria: excelente reflexión a partir de tu lectura. En efecto, la noción de Spengler respecto a la historia se enmarca en esa perspectiva "cíclica" como tú la llamas. Creo que no podría ser de otra manera, dada su máxima referencia que es la lectura de Nietzsche, en especial con el del último periodo. Ahora, con respecto a la idea de lo micro en lo macro, concepción que se remonta a la misma antigüedad, creo que es otra de las nociones que se desprenden de la obra de Spengler y que han sido vastamente criticadas en el siglo XX, como sus conceptos de "volksgeist" ("espíritu del pueblo") y "memoria racial". Su crítica se emplaza en un contexto bien particular de la cultura alemana conocido como pesimismo histórico. Cabe decir que muchos de estos preceptos, dentro de los cuales, por supuesto que entra la ambigua categoría de "decadencia" y "barbarie", fue la leña que alimentaría más tarde los hornos crematorios de la "solución final" postulada por el nacionalsocialismo alemán. La oposición entre "kultur" ("cultura") y "Zivilisation" ("civilización"), dentro del mismo contexto, es el aspecto que, en mi opinión, debiera tener mucho más peso que el citado antagonismo entre "naturaleza" y "civilización" que mencionas.

Ana Rosa Bustamante M. dijo...

Me recuerdo ahora de la novela naturalista de zola.

Si todo lo macro es lo micro a mayor escala y a la final volvemos a la barbarie, es decir la vida la hemos tenido que reinventar constantemente, quien ha tenido depresión sabe lo que la nada.

Entonces, pienso en los placeres, el hedonismo, lo epicúreo. Seguiré reinventando.

Por todo esta mezcolanza de sensaciones, es que se inventan los tabúes, los convencionalismos, los prejuicios, etc. Vivimos o soñamos?
o no estamos.
me gusta hablar con libertad, me gustaría que conversáramos muchas cosas con esa epifanía que siento por ser libre, pero qué hago con tanta agua... me pierdo en esa libertad...
genial tu blog...me gustó, te seguiré leyendo, ojalá podamos alguna vez juntarnos a conversar. Saludos de una Erosana.

sereneltexto dijo...

Ana Rosa: tu acercamiento psicologizante contrasta con la idea general que pretendo dar. No obstante, el aguacero que cae sobre lo que queda de humanidad no tiene miramientos y no siente rencor, porque no hay. Simplemente, todo se ha ido a otra parte. No hay emborrachamiento que perdure. El epicurismo es una salida al desierto: es la mala conciencia de saberse sin conciencia.

Anónimo dijo...

jjjj

Anónimo dijo...

una j de ja o una j de aj?