miércoles, 5 de noviembre de 2008

LA MUERTE ( ... Y TRES )


Los cadáveres deben ser demonizados: mueren porque son culpables. El extranjero es siempre portador virtual de peste. Llamar a aniquilarlo ha sido la más vieja de las crueldades mágicas a través de las cuales todas las sociedades se preservan del terror no verbalizable con que el roce de la propia vulnerabilidad acalambra zonas muy profundas del cerebro. Pasó durante las grandes oleadas de peste. La idea del castigo divino contra réprobos y pecadores cumplía dos funciones simbólicas precisas: excluir al devoto que así "razonaba" del ámbito de los susceptibles de fulminación, preservar su esperanza; responsabilizar luego a marginales, réprobos, vagabundos, judíos, extranjeros, sodomitas, anómalos en suma, del relámpago justo de la furia divina.




Decimos ahora, al repasar la bárbara regularidad con que los eclesiásticos llamaban en otro tiempo a chamuscar víctimas propiciatorias en tiempos de epidemia, que aquello sólo era el exeso de una religiosidad exacerbada que nuestra laica modernidad habría desterrado para siempre. Lo decimos. Luego, seguimos soñando que una cosa tan rara y tan letal como el SIDA no puede tener, en rigor, nada que ver con nosotros, ciudadanos normales, respetables. Que eso es cosa de "otros", gente rara, yonkis, maricones, africanos, putas ... No es pensable que pueda pasarnos a nosotros que somos inocentes. Y esos otros que nosotros somos se repliegan tranquilos. No sufrirán, seguro, no serán maltratados por un destino injusto, no son "grupo de riesgo", están a salvo. En sus pobres cabezas, como en sus vidas ínfimas, el SIDA ha sido excluido: es inimaginable. Inimaginable la muerte: esa cosa tan desagradable que - como todo el mundo sabe - sólo sucede a otros.


Gabriel Albiac, La muerte.

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